EL SUEÑO GLOBAL COMENZÓ EN MONTMARTRE
Más de 30 millones de personas sufrieron en 2001 el efecto Amelie. Algo así como una alucinación colectiva. Lo que al principio sólo era un nuevo cuento de dos lecturas (uno para niños y otro para adultos: léase El Principito o Alicia en el país de las maravillas) se convirtió en un fenómeno de masas cuando por entonces primaba el cine de corte social. Porque póngase “había una vez una niña falta de afecto que buscaba la felicidad de los demás olvidando la suya propia”, y suena a tostón Disney ¿verdad? Pues vaya, fue que no. Recogiendo de aquí y de allá, y poniendo las cámaras al servicio de una policromía y unos enfoques casi extraterrestres, Jean-Pierre Jeunet convirtió en un taquillazo mundial una historia de corte intimista –casi endogámico- que nos hizo poner sonrisas idiotas, como las que a nuestra protagonista le gustaba mirar al girarse para atrás en el cine.
Y no hay que estrujarse los sesos. A los fieles de esta película nos resulta muy fácil encontrar sus claves triunfadoras, porque las vimos antes, dispersas, estiradas, individuales, en diferentes obras de la historia del cine. Y si no, al dato: una infancia con muchos traumas, un padre esquivo, una madre muerta prematuramente, un corazón solitario, una necesidad imperiosa de hacer el bien, la justicia universal. ¿Nada nuevo, verdad? Pero es que el hecho de que monsieur Jeunet metiera todo en la coctelera, tuviera la chifladura de aplicar la muerte de Lady Di como resorte y le saliera esta maravillosa leyenda parisina, no significa que todo esté permitido. Significa simplemente que sólo a veces ese ‘molotov’ cala entre nosotros, espectadores castigadores que todo lo podemos. Esa suerte que tuvimos.
El cineasta ya había pulsado con maestría algunas teclas en Delicatessen, donde se excedió en la técnica –su experiencia en publicidad mandaba-, y se olvidó del guión y de unos personajes que requerían de mayor proyección y profundidad. Lección aprendida, diez años después, fraguó junto con Guillaume Laurant la película del personaje con mayúsculas. Y todo fue un acierto tras otro: la actriz Audrey Tautou (para su gloria y desgracia), la estética rococó, el festín de planos y fotografía que rompió los rígidos límites entre cine y televisión, y los acordeones y violines bajo la batuta de Yann Tiersen. Todo perfectamente encajado, como si hubiera encontrado la partitura perfecta en una caja fuerte de la isla de Saint Louis.
Todos fuimos Amelie desde que supimos que le gustaba tirar piedras al agua, meter la mano en un saco de legumbres, contar orgasmos simultáneos y, sobre todo, desde que convirió a un gnomo de jardín en Phileas Fogg, encontró la caja de los recuerdos del señor Bretodeau, detalló milimétricamente a un ciego las estampas de un mercadillo, castigó al tendero dictador, y provocó el romance entre un obseso y una hipocondríaca en el ya mítico Café “Le deux moulins”. Un sueño global para el mundo, por le faboleux destin que a todos nos espera, y que nació en Montmartre. Y además nos convencieron de que Renoir le diera las pistas a nuestra heroína para conseguir su propia felicidad, para encontrar su medio pastel buscando a un fantasma calvo por todos los fotomatones de la ciudad eterna, desde el sex shop más arrabalero hasta el Sacre Cour. Para más chufla, en Francia, con permiso de los grandes, de los pioneros del cine, pero contra ellos.
Si no has visto Amelie, nunca serás Amelie. Después del pequeño videoclip que pone fin a la historia, de esa ruta motera que nuestra protagonista y Nino Quincampoix protagonizan por las calles de París, y tras ratificar lo bien que a esta cinta le ha sentado el paso de la primera década del siglo XXI, solo nos queda una pregunta. Varias, en realidad, pero con la misma respuesta. ¿Queda algo de Amelie Poulain en esos 30 millones de personas? ¿Aprendimos a ser mejores gracias a ella? ¿O solo sabemos soñar mejor?
Amelie resuelve el enigma de Bretodeau y comienza su misión. Para nosotros, la mejor escena de la película:
CON JUANA DE ARCO NOS BASTÓ
Vamos a ver. ¿Falta de sensibilidad? Llevamos diez años bajo este precipitado, equivocado, categórico y dogmático reproche. Los que nos indigestamos con este subidón de glucosa no somos seres de piedra con muros infranqueables y ajenos al mal del mundo, ni a los placeres terrenales. Es más, quizás nuestra visión del planeta, y de las vidas de quienes habitan en él, tiene una proyección que va más allá de los cuentos cursiloides, falsos, disfrazados de canela y tiramisú, como el que Jean-Pierre Jeunet se atrevió a a hornear en esta película. Permitidnos nuestra defensa, por favor, que Amelie hizo tanto daño que no sabemos si toda nuestra vida será suficiente para un alegato en condiciones.
Dicho esto, protestamos. No entendemos que se catapulte a los altares de los grandes personajes del cine a una joven que padece serios trastornos mentales. Resulta que estaba tan falta de afecto, que su corazón latía a mil por hora cada vez que su padre se acercaba a ella, haciéndole creer que tenía una afección cardíaca que llevó a su progenitor a tenerla encerrada toda su vida. Su madre muere cuando le cae una turista suicida desde Notre Damme. Pero aquí la niña resulta ser una dulce princesita que decide repartir bondades por París después de encontrar un cofre lleno de recuerdos de alguien que no conoce. Y luego es totalmente incapaz de acercarse un milímetro a su “amado”. Pero por favor, a no ser que se demuestre que los franceses son realmente una raza superior, incorruptibles al estrés postraumático, que venga alguien a hurgar en la psique de esta muchacha.
Y luego, las trampas de siempre. El insigne director de Alien: Resurrección (sí, que a nadie se le olvide, no solo hizo Delicatessen), sacó su cuaderno de notas de “cómo hacer que 15 planos parezcan uno” y se puso a pintar la película con brocha gorda. Mucho homenaje a Renoir y a los magos del Museo D´Orsay, pero en vez de teñir de impresionismo su fábula parisina, se enfangó con el rodillo como si estuviera quitando goteras. Pero es que ese mismo año pudimos comprobar que se quedó corto, porque también desembarcó Baz Luhrmann a fastidiarlo aún más con Moulin Rouge. Pobre París, sobremaquillada. Con lo bien que está con la cara limpia.
Entonces, ¿se trataba de crear una heroína contra viento y marea? ¿A cualquier precio? Es que quienes suscriben tampoco hoy terminan de creerse que solo un año después de que otro visionario francés, Luc Besson, nos dejara pasmados con una Mila Jovovich partiendo cráneos inspirada por Dios en Juana de Arco, apareciera otra semi-doncella, pero esta vez al servicio de un vecindario tan friqui e irreal como el de Rue del Percebe, salvando las diferencias. Y otra vez el público encantado con los iconos imposibles. Como si no hubiéramos tenido suficiente con el espanto histórico del Sr. Besson. Ya nos bastaba con eso, gracias. No entendemos el chiste.
Apunto estuvimos de poner una reclamación por daños y perjuicios. Por los ataques indiscriminados de todos los que salieron dando saltitos del cine -y que todavía hoy siguen mirándonos odiosamente- y por hacernos sentir como seres inhumanos. No creemos en el ‘buenismo’ gratuito. Y no lo sentimos. Queremos ver la vida en el cine. Ni siquiera la nuestra, pero sí la real, la que vale. No somos bichos raros, solo supervivientes que no queremos que nos deslumbren con un destino que no existe. Ya no nos volverá a pasar, eso sí. Tanta experiencia nos ha hecho fuertes y permanecemos alerta para que estos galos no nos la vuelvan a dar con fromage.
Hasta el pobre gato se duerme. De empacho, suponemos. Como nosotros.
Me gusta:
Me gusta Cargando...