Llegará un momento en que esas películas que se adentran en la América profunda, aquellas en las que las cámaras ruedan la soledad de los paisajes más tristes del mundo, o la pictografía imposible de unos pueblos que ni sabemos si están en el mapa, se convertirán en un género propio del cine. Si no lo son ya y desconocemos su denominación. Lo cierto es que Nebraska ocuparía un lugar destacado en esa categoría. Y no solamente por su escenario, esa devastación austera y sin estridencias que conforman las zonas menos pobladas de Norteamérica, sino por su paralelismo para retratar algo peor: la desolación humana de los últimos años de la vida.
Con adorables similitudes a Una historia verdadera de David Lynch, e incluso con la más reciente Agosto, de John Wells, o incluso con Up, de Pixar, la nueva tragicomedia de Alexander Payne nos adentra en el último sueño de Woody Grant, un anciano que roza la demencia, interpretado de manera casi dolorosa por el magnífico salvaje del western Bruce Dern, cuando decide acudir a la ciudad de Lincoln (Nebraska) a recoger el premio que cree haber conseguido por una campaña engañosa de marketing. Acompañado a regañadientes por su hijo, su travesía se convertirá en un tortuoso regreso a su pueblo natal, donde se reúne con parte de su familia.
A través de los relatos y testimonios que escucha su hijo, de su actitud afable pero indolente con sus hermanos, de sus breves y enterrados recuerdos, adivinamos en ese septuagenario alcohólico y prácticamente acabado, una vida difícil, traumática y triste, acumulada en su decrepitud en forma de canas, de incapacidad física y de una mirada perdida y huidiza, casi voluntariamente, de una existencia que poco o nada parece importarle ya. Un sensacional Dern, premiado en el Festival de Cannes y nominado al Oscar por esta majestuosa interpretación, transmite el estupor de quien ya solo guarda hueco en su cabeza para un último (y testarudo) motivo para vivir.
En la órbita de este viaje hacia ninguna parte, aparecen el resto de personajes (su mujer, sus hijos, sus antiguos vecinos y amigos, o su primer amor), todos con graves carencias emocionales pero con esa resignación común que bien valdría para reflejar la tercera edad que sigue habitando en muchos pueblos perdidos del mundo. Nebraska es, por tanto, el trayecto de recapitulación de su protagonista, al que descubrimos página por página en un bucle vital donde la guerra, la necesidad y el hastío han tomado todas las decisiones de las que él no fue capaz. Todo ello dejando hueco para un humor agrio que cumple su función conmovedora sin que apenas seamos conscientes de nuestra sonrisa.
La fotografía en blanco y negro, ensamblada en esa búsqueda del anacronismo y de la vejez, y la música del compositor de country Mark Orton, completan la que, hasta el momento, consideramos la mejor película de Alexander Payne, sobre todo tras su fallido intento de conmoción tragicómica en Los Descendientes. Es como si en su afán de emocionarnos, simplemente lo hubiera conseguido al dejar de intentarlo. En sintonía con ese mundo tan alejado de lo cosmopolita, el cineasta rinde homenaje a su tierra natal y resuelve con mucha maestría, y el sentimentalismo justo, su incursión en este nuevo género, el de la gente sencilla que se cree todo lo que dicen y que no vive sino para dejar vivir a los demás.