Visionado: ‘Anna Karenina’, de Joe Wright. ‘La última ilusión a la sombra de un clásico’

tres estrellas

La mayor parte de las secuencias de Anna Karenina (Joe Wright) tienen un único escenario. Un teatro de hechuras clásicas y debilidad por el barroco donde exteriores e interiores se dan cita para crear una atmósfera claustrofóbica que envuelve a la trágica pasión de la protagonista. Una carrera de caballos, la estación de un tren, la magnificencia de los salones de la nobleza, una pista de hielo o los barrios más miserables encuentran su espacio natural entre los bastidores, el escenario y la sala principal sin butacas. Y los recorremos gracias a magníficos planos secuencia, a elegantes movimientos de cámara que parecen ejecutar una expresiva danza, a la presencia de un montaje que hilvana una historia correcta gracias al buen hacer artesanal de Tom Stoppard, su guionista.
De este modo, la película comienza a atraparnos por su fascinante propuesta escénica en la presentación de los personajes, su situación y sus cuitas. Pero llega el momento en el que el sofisticado envoltorio, el elemento sorpresa, debería quedar en un segundo plano para poder sostener una historia que basa, buena parte de su atractivo, en la intensidad de los sentimientos encontrados de sus personajes. Y ahí es donde la propuesta de Joe Wright tropieza. Es como si intentara escapar, por todos los medios, de las visitas que realizaron otros cineastas al sublime clásico de la literatura de León Tolstói. Y en ese camino, quizás le ha faltado algo de modestia y su apabullante creatividad se pierde en su teatro que no parece tener horizontes.
Anna Karenina se presenta con toda su humanidad al desnudo. Es abiertamente una mujer valiente, capaz de arrollar a las personas que más quiere arrojándose, ella misma, a la perdición. Es oscura y manipuladora, sin ningún tipo de disimulo, y en su intento de liberación hay demasiado aburrimiento existencial. Sin embargo, también es una heroína, una víctima de una sociedad injusta con la mujer que desafía los convencionalismos y escapa de los roles tradicionales que se le habían asignado. Todo ello aparece correctamente retratado por una Keira Nightley preocupada por encontrar el tono perfecto en su actuación sin disfrutar del extraordinario papel que tenía entre manos. Y a quien, por cierto, le falta sentir verdadera atracción por su compañero de reparto. Un conde Vronsky (Aaron Taylor – Johnson) pagado de sí mismo y un auténtico enigma pues resulta bastante difícil adivinar su amor entre tanta floritura gestual y, al mismo tiempo, vaga expresividad. Jude Law (Karenin) es quizás el  actor del triángulo que parece haber comprendido perfectamente la dignidad, pero también la crueldad superviviente de  su personaje, gracias a su veteranía interpretativa y su intensidad contenida.  
Algunos capítulos de la historia no han logrado retratar las turbulencias interiores de los personajes. Nos acordamos, por ejemplo, de la sutil decadencia hacia la que se encamina, poco a poco, la historia de pasión de Anna y su amante; el desgaste parece tan solo cuestión de vulgares celos. Tampoco resulta demasiado creíble la desesperación de la madre que se ve aislada de su hijo, clave para comprender el viraje anímico de la trágica.
Hay luces y hay sombras, en definitiva, en este teatro de las vanidades que Wright ha creado para devolvernos, a un primer plano, el bello y ambiguo rostro de la Anna Karenina de Tolstói. Aunque desde luego hay mejores propuestas cinematográficas en la historia del cine, más clásicas y discretas en su forma.
Todavía recordamos, cuando éramos muy pequeñas, la primera vez que vimos cómo Greta Garbo, la Divina, iba comprendiendo el significado de los martillazos que daba en las ruedas de un tren un  fantasmagórico trabajador del ferrocarril (Clarence Brown, 1935). Un sonido que le recordaba un destino que, de algún modo, le resultaba familiar y, poco a poco, se iba acercando a ella. A través de sus inmensos ojos, sentimos el abismo segundos antes de que se arrojara al tren.

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