Disección: ‘Memento’, de Christopher Nolan. ‘No me acuerdo de olvidarte’

Memento

NO ME ACUERDO DE OLVIDARTE

PANORÁMICA: El planeta se levantó con la resaca del ‘efecto 2000’ sin que ninguna catástrofe apocalíptica se llevara por delante los sistemas informáticos. Es más, en ese contexto la empresa Microsoft se atrevió a lanzar su sistema operativo Windows 2000. Más allá de la esfera virtual, nada nuevo bajo el sol. Muchas cosas fueron un reflejo similar de ciertos acontecimientos de nuestros días. Así, mientras el ejército ruso invadía Grozni, la capital chechena, el partido de Helmut Kohl, la Unión Cristiana Democrática, tuvo que pagar 18 millones de marcos (3500 millones de pesetas) por haber cometido irregularidades contables. Este fue también el año en el que se perfilaron los futuros acontecimientos que sacudirían, tiempo después, el mundo. Por un lado, Saddam Husein impidió que el Consejo de Seguridad de la ONU enviara aquellos inspectores que debían buscar las ‘presuntas’ armas de destrucción masiva. Por el otro, George W. Bush ganó las elecciones en Estados Unidos tras un polémico recuento de votos en el estado de Florida. En nuestro país, sin embargo, el panorama era diferente, aunque también se vivían tiempos agridulces: y es que España fue la nación que más empleo y riqueza creó en la Unión Europea, pero también fue un año en el que no dejaron de sucederse atentados de la banda terrorista ETA que sumaron 24 nuevas muertes.

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EL MEOLLO: Leonard (Guy Pearce), antiguo agente de seguros, no puede guardar nuevos recuerdos a causa de un brutal golpe recibido en la cabeza. A modo de epitafio, su memoria se ha detenido en un hecho trágico: la violación y muerte de su esposa. El suceso le dejó atrapado para siempre en el dolor y en el odio. Por eso, aunque corra el riesgo de no poder acordarse de ello, Leonard sabe que tiene que vengar el crimen. Para ello crea un complejo sistema de pistas, que se va dejando a sí mismo, y que le permitirá recordar los avances de su investigación. Anotaciones, Polaroids, tatuajes en la piel y los automáticos ‘condicionantes’ son los únicos apoyos que tiene para lograr su objetivo sin que las mentiras de la gente que le rodea, ni siquiera las suyas propias, reescriban sin piedad su patética historia, una y otra vez.

DETRÁS DE LAS CÁMARAS

NolanCHRISTOPHER NOLAN: La memoria inventada, los sueños escarbados dentro de otros sueños, las conciencias angustiadas, la realidad desenfocada, la culpa como único respiradero o el amor perdido. Estos y muchos otros temas son los habitantes de la imaginación oscura, lírica y febril del director británico Christopher Nolan. Las constantes artísticas de un director joven que cuenta con 10 películas en su haber (11, si contamos la que está realizando en estos momentos, Interstellar) y que, sin embargo, se ha convertido en uno de los creadores más apasionantes de la industria del cine de todos los tiempos. Dicen que la necesidad de contar historias le viene de niño, de aquellos momentos en los que realizaba películas caseras utilizando juguetes y una cámara Súper 8 de sus padres. Más tarde, mientras estudiaba literatura inglesa, se aventuró a realizar sus primeros cortos hasta que en 1998 emprendió su primer largometraje, Following. Se trataba de una película corta de suspense sobre un escritor sin ideas que intenta encontrar a su “musa” en la calle persiguiendo a la gente que encuentra en ella. Después vendría Memento (2000), su debut en los circuitos comerciales más amplios y un rotundo éxito de crítica que le permitió acceder a grandes estrellas (Al Pacino, Robin Williams) y producciones de mayor fuste. Así, pudo rodar la alucinada y deslumbrante Insomnio (2002).

Fue la antesala para que la Warner le confiara a una de sus más preciadas criaturas: la adaptación, una vez más, de las aventuras de Batman. Nolan, al fin, hizo justicia con el personaje de DC Cómics al presentarlo al gran público oscuro y atormentado, un traje que siempre debería haber llevado. Con Christian Bale como artífice de esta afortunada puesta en escena, el director realizó tres catedrales fílmicas sobre el superhéroe: Batman Begins, El Caballero Oscuro y El Caballero Oscuro: La leyenda renace. Entre medias, Nolan volvió a colaborar con su hermano Jonathan como guionista, para realizar El truco final (El Prestigio, 2007) la emocionante y original historia de una letal rivalidad entre ilusionistas a comienzos del siglo XX. En 2010, el realizador se colaría para siempre en nuestro subconsciente dejándonos la semilla de una fascinación, la película de culto Origen, su obra maestra. Escrita, producida y dirigida por el realizador británico, nos llevó por los caminos tortuosos de los recuerdos que se confunden con los sueños y nos presentó a un ladrón de secretos empresariales que se ocultan en lo más remoto de la mente. En noviembre de este año, el director regresará a los cines con Interstellar, con guión firmado por él mismo y su hermano Jonathan y con la que viajaremos a otra dimensión, ahora sí, más allá de nuestra mente. Al otro lado de un agujero de gusano junto a un reparto de lujo encabezado por Matthew McConaughey, Anne Hathaway y Jessica Chastain.

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‘El día de la Bestia’, de Álex de la Iglesia: ‘Cuando España se volvió satánica (y de Carabanchel)'; vs ‘El sindiós gamberro que murió en el intento’

 

CUANDO ESPAÑA SE VOLVIÓ SATÁNICA (Y DE CARABANCHEL)
 
 Pasó que a Álex de la Iglesia no le interesaban milicianos y nacionales que trasegaban por entonces por nuestras pantallas de cine, y se puso serio. En realidad no. Se puso muy cachondo, pero en plan serio, queremos decir. Vale, olvidémonos de lo cañí, se dijo, y considerémonos universales y apocalípticos. Pero en Madrid. Y en Navidad. Y con héroes. Bueno, con un cura esmirriado, un heavy gordo, feo y salido, y un vidente italiano engaña-bobos. Cumplieron su misión un poco de refilón pero, ¿salvaron el mundo o no?
 
Vemos al de Bilbao sentado con su inseparable Jorge Guerricaecheverría, echándole gasolina a una fábula de fin de siglo: sacerdote en apuros decide empezar a pecar cuanto puede siguiendo las señales que le indican el inminente nacimiento del Anticristo en la capital de España en Nochebuena. Toma ya. El mismísimo 666 quitando protagonismo al todopoderoso Mesías en su megacelebrado cumpleaños. Y para ello, nada mejor que recurrir a la ayuda de un mastuerzo drogata de Carabanchel. Álex Angulo y Santiago Segura, para más señas. El punto y la i. En España no hay Batman y Robin que valgan. Y menos cuando se une al bacanal el italiano Armando de Razza. Aquí, las cosas como son (o como serían si tal misión se nos pusiera por delante) y punto.
 
Y a partir de ahí, un ‘delirium tremens’ en una suerte de cómic noventero. Busquemos al Anticristo asesinando a los Reyes Magos, matando a madres indeseables y sacrificando doncellas buenorras. Lo curioso no es ésto, sino lo conmovedor del homenaje, nocturno, despiadado y deshumanizado, a nuestro Madrid. La película se lo debe todo a la capital, en cuanto a que se convierte en el símbolo inamovible de todo lo que pasa. Desde el cartel de Schweppes de Callao hasta las torres Kio de Plaza de Castilla. Pues mirad, aquí los presentes ya no pueden mirar esos escenarios sin imaginarse a Santiago Segura partiéndose de la risa (vía pastillas de conjura demoníaca) colgando de una vara luminosa, o a Álex Angulo observando al macho cabrío en lo alto de las torres inclinadas, en transmutación al símbolo de la Bestia. Si el mismísimo Diablo quiere acabar con el mundo, qué mejor forma que hacerlo a lo castizo y a ritmo de Def con Dos.
 
¿Fin del mundo? Todo lo contrario. El cine español revivió más que nunca con esta pastilla contra el aburrimiento. Le perdimos el miedo al demonio. Ahora somos españolitos satánicos (y de Carabanchel) que todavía percibimos la línea que De la Iglesia marcó entre dos bandos: los que sabemos partirnos por la mitad y los que no. Particularmente no hemos vuelto a ver una sala de cine riéndose así con una película española. Humildemente creemos que no es que esta historia juegue en otra Liga, es que creó la suya propia. Y ahí sigue jugando consigo misma.
 
Álex de la Iglesia nos ha regalado después personajes inolvidables y sórdidos, pero por más que busquemos el espíritu de esta película en las historias que acompañaron al cine español una vez que sobrevivimos al milenio, sabemos que una y no más. Porque Amanece, que no es poco o El Milagro de P. Tinto también compiten ellas solas en su propio torneo. A lo mejor no disfrutar de tales ingenios más a menudo es nuestro castigo porque dejamos que el Gran Wyoming nos engañara en esos últimos planos, ocupando el lugar del italianini medio carbonizado, y porque permitimos que nuestros héroes siguieran mendigando en el Retiro y mirando, muertos de hambre pero orgullosos de su hazaña, a la estatua del Ángel Caído. Y eso que nos salvaron la vida.
Sólo hay una definición para esta escena: histórica.
 
 
 
 
EL ‘SINDIÓS’ GAMBERRO QUE MURIÓ EN EL INTENTO
 
Sin lugar a dudas, lo mejor de El día de la Bestia fue el brío con el que Álex de la Iglesia cogió su cabra por los cuernos al inicio de la película. Y es que ante nosotros tenemos uno de esos ejemplos de idea concebida en estado de gracia (divertida, salvaje, irreverente) que, sin embargo, va perdiendo fuelle hasta quedar a la altura del tradicional cine chascarrillo.
 
Hasta el minuto 20 y aledaños, momento demiúrgico en el que se podría decir que estalla el detonante de la historia, la cinta es un rosario de hallazgos festivaleros, a cual más brillante y desternillante. Véase la presentación de los personajes, esos Quijote y Sancho Panza, versión friqui-contemporánea, que se nos van inventando a fuerza de golpes cachondos de guión. Ahí estaba también el poderoso arranque de la historia donde el cura vasco se empeña en hacer el mal o, más bien, el borrico, a base de gamberradas truculentas.
 
Sin embargo, acto seguido, a la altura del periplo del padre Ángel en busca de una señal demoníaca, os aconsejamos desentenderos de la película y concentraros en las palomitas, que seguramente os tendrán reservados momentos más memorables. Y es que, durante el resto del metraje, parece como si el director estuviera haciendo tiempo hasta llegar a un final donde, de repente, nos ponemos serios. Es el momento del desenlace, toca exterminar al demonio y a su parentela terrenal. La masacre resultante no la habría imaginado ni el mismísimo Michael Corleone durante sus acostumbrados servicios religiosos. Y esto por no hablar del epílogo en el que el padre Ángel y el maestro Cavan se nos hacen homeless. Todo ello para describirnos lo que se dice: que la vida es muy perra y que el destino de dos héroes accidentales, en los tiempos que corren, no puede ser otro más que el anonimato. Cosas de la sociedad fast-food que nos ha tocado vivir donde nada existe si no hay cámara de por medio. Una sociedad que no necesita de ángeles caídos para montar el apocalipsis padre. ¿Sarcasmo como postre, en una película de humor explícito?
 
Existen otras razones por las que no terminamos de digerir esta película. En primer lugar, porque el director busca desesperadamente nuestra complicidad a fuerza de algo que le funciona al principio del film: proyectarnos situaciones cercanas o escenarios familiares para situar en ellos una épica de andar por casa que pretende resultar ingeniosa. Como ejemplo de intento fallido, en este sentido, recordad la escena de los equilibrios de Cavan, el padre Ángel y José Mª, arrimados al cartel de Swcheppes de la Gran Vía. Una de las más celebradas por los incondicionales de la película. Y sin embargo, tan innecesaria, tan larga, tan sosa… No se puede estirar demasiado el chiste, que no resiste la carcajada. En segundo lugar, y aunque sea marca de la casa, el abuso de mamporros, que se reparten a diestro y siniestro, deja mucho que desear. Esta violenta puesta en escena gratuita no debería haber sido excusa para colapsar fotogramas y evitarse el trabajo de imaginar nuevas situaciones desternillantes.
 
No podíamos abandonar este texto viperino sin reseñar que existe un curioso rumor que recorre los foros internautas. Hoy tan sólo es un dime y direte, pero ayer, fue carnaza para un titular misterioso del diario El Mundo. Según reza, la génesis de la película y quizás algo más, fue un plagio de una novela llamada La Luz. El damnificado por la presunta tropelía: un autor madrileño de cuyo nombre y circunstancia, al parecer, la Red ya no quiere acordarse. Y si no, intentad acceder a la noticia en la hemeroteca de la publicación. Existió la demanda, existe el autor, pero ¿se trata de la paranoia de un autor caído en desgracia? ¿estamos, quizás, ante un nuevo caso a resolver por los agentes dobles de la SGAE? O más bien ante una de esas ideas afortunadas que alguna vez han cruzado nuestra mente, cuando íbamos en el metro, pero que nunca maduramos del todo porque, antes, habíamos llegado a nuestra parada. Ya se sabe, los caminos del Señor…
Videoclip del tema que Álex de la Iglesia encargó a Def con Dos para ponerle soundtrack a su obra. Eso sí, la banda sonora, muy recomendable: Negu Gorriak, Soziedad Alcohólica y Extremoduro, entre otros.

Disección: ‘Lolita’, de Stanley Kubrick. ‘El arte de amar lo prohibido’

EL ARTE DE AMAR LO PROHIBIDO
 
PANORÁMICA: 1962. La Guerra Fría se alimenta al borde de un conflicto mundial nuclear tras detectar los aviones de John F. Kennedy bases de misiles soviéticos en Cuba. Se funda Amnistía Internacional. Los Beatles despiertan al mundo con Love me do. Deja este mundo el Nobel de Literatura William Faulkner. En agosto, se apaga la poca luz que quedaba del Star System cuando Marilyn muere. Cuatro días después, fallece el escritor germano-suizo Herman Hesse, gurú de los bajos fondos mentales. También muere, aunque ejecutado, Adolf Eichmann, ideólogo, por encargo, del Holocausto judío.
 
EL MEOLLO: Humbert Humbert es un profesor de literatura británico, en plena madurez, que llega a un pequeño pueblo de la Norteamérica profunda el verano anterior a su incorporación en la plantilla del Beardsley College. Decide buscarse alojamiento en la zona y, para ello, visita la casa de una viuda, Charlotte Haze, una señora con incontinencia verbal, no digamos amorosa, que le muestra las bondades de su hogar. Cuando Humbert está a punto de ofrecer una excusa y escabullirse de la casa se tropieza con Lolita, la hija de Haze, una adolescente que le observa con mirada ambigua y sonrisa perversa. A partir de entonces, Humbert se quedará a vivir con las Haze, incluso llegará a casarse con Charlotte, todo ello para permanecer cerca de Lolita y deleitarse secretamente con su presencia. Cuando Charlotte muere (la casualidad cometió el crimen perfecto), Humbert se queda a cargo de Lolita. De manera intermitente irá apareciendo en la historia Claire Quilty, un guionista de televisión famoso que será quien precipite los acontecimientos dramáticos.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: No fue una ruptura, ni una revolución. Porque no hay antes ni después de Stanley Kubrick. Su obsesión de santero del cine, sus melomanías viscerales, y su locura pendular hacen imposible incluirle en ninguna categoría visible. Solo sabemos que existió, que pilotó más allá del cine, no ya que conocíamos, sino que imaginábamos, y que sentó cátedra de una narración épica-intimista-moral, libre de toda sospecha de influencia masónica. Kubrick es ya una alegoría. Como Buñuel con Viridiana, nuestro homenajeado cogió de la mano a Nabokov y su archi-analizada obra y burló con Lolita a toda una sociedad supuestamente aperturista que volvía la cabeza ante una adolescente en bikini. Tomad dos tazas, dijo. Una receta ésta que repitió hasta el final. ¿No hay violencia? Bebeos La naranja mecánica. ¿El matrimonio es sagrado? Engullid Eyes Wide Shut. ¿La guerra hace héroes? Tragad La chaqueta metálica. ¿No hay dioses del espacio? Saboread 2001. ¿Se acabó el cine épico? Paladead Espartaco. ¿El miedo es subjetivo? Vomitad con El resplandor. Luego se fue y dejó a varios imitadores inconscientes con la lección medio aprendida. Los mismos que siguen preguntándose dónde estaba el objetivo, el que nunca encontró, el inalcanzable plano que le hacía gritar. Ignorantes también nosotros, haciendo odas al genio, sabiendo que nos contó lo que no veía, y que alabamos el resultado de algo que nunca quedaba encuadrado como él quería. Nosotros sí tenemos el encuadre perfecto: Kubrick, tras una cámara, congelado, enfadado.
 
PRIMER PLANO:
 
James Mason. El actor de la “voz aterciopelada”, el atildado galán romántico, el villano más sublime jamás descubierto por Alfred Hitchcock, el patricio Bruto que supo eclipsar al dios Brand. Y, por encima de todos, el decadente y amoral Humbert al cuadrado. Tan grande es su interpretación, entre la seducción y el patetismo, que es capaz de conmovernos y arrancar nuestro perdón haciéndonos olvidar su crimen. En Lolita, nos quedamos con dos escenas donde Mason regala geniales lecciones de interpretación: sus lágrimas atragantadas por la risa burlona al leer la torpe declaración de amor de la madre de su amada, y el llanto desgarrador, a pesar de su plástica contención, de los minutos finales.
 
Peter Sellers. Dicen que Kubrick se encerraba con Sellers en el plató todas las mañanas antes de iniciar el rodaje. El director repasaba con el actor el guión, pero dejándole completa libertad para improvisar diferentes maneras de interpretar una escena. Kubrick sabía que su talento no tenía límites y su ego, desbocado, necesitaba ser atemperado con un poco de atención personalizada. Casi siempre era en la primera toma donde mostraba su genialidad que enseguida desfallecía. ¿El resultado? como siempre en él: fascinante, perturbador, inquietante.
 
PICADO: Detrás de cualquier artesano del cine, se encuentra una visión personal, propia del lenguaje cinematográfico, por el que aceptamos, nos guste o no, la historia que nos están contando. Lolita no tiene de eso. Son varias visiones de un mismo personaje insertadas en una sola historia, varios ejercicios de perfeccionismo que provocan un vaivén de ideas, y que enfrían la empatía con los personajes. Kubrick no encontró su cubículo, no consiguió que encajaran todas las piezas. No creemos que lo consiguiera nunca, al menos como él quería, pero aquí no evitó que se notara: Lolita es y está en la historia de una manera a ratos desconcertante. Lo imposible fue demasiado evidente. Y otro apunte: Nabokov, que andaba por allí, no dijo ni mu, pero en este film, a Sue Lyon solo le faltaba arroparse con mantas de azúcar y vestir manzanas de feria. Eso no pasaba en el libro. Y aquí sobraba, claro.
 
CONTRAPICADO: Nos fascinan los encuentros demenciales entre Humbert Humbert y Clare Quilty, bajo cualquiera de sus múltiples disfraces. Encuentros con diálogos al borde de la locura tocada por la genialidad. Los monólogos frenéticos de Quilty abruman hasta que desarman. Son caóticos, pero siempre suenan a amenaza. ‘Se vomitan’ con acento surrealista y también con unz clarividencia que termina de dar el golpe de gracia al intelectual Humbert. Es así hasta que se hace la luz y descubrimos que Quilty no es otro sino Humbert Humbert, pero en estado salvaje, sin prejuicios, un Espartaco rijoso que no tiene intención de liberarnos, sólo se retuerce de la risa al reconocer nuestros remordimientos de pecadores aficionados. Quilty es nuestro profeta en el universo de los deseos inconfesables.
SIMBIOSIS SONORA: Humbert sale al jardín acompañado de los primeros acordes de un tema instrumental con coros burlones, muy sixtie. Suena pegadizo, repetitivo, pero endiabladamente sexy. Con esta canción vulgar (Lolita ya ya), hit de un día, nuestro protagonista ve por primera vez a su nínfula y se relame, sabe a ‘pastel de cerezas’. La escena tiene una fuerza increíble, arrebatadora, inolvidable. Ironías del guión, el tema se repite avanzada la película, cuando Humbert Humbert se complace, de manera cruel y húmeda, con la muerte de su esposa. Se dice que Bernard Herrmann, compositor habitual en el cine de Hitchcock, fue la primera elección de Kubrick para componer la banda sonora. Sin embargo, se sintió ofendido cuando el director le pidió utilizar el romántico, pero muy efectivo, Theme from Lolita, de Bob Harris. Cosas de genios. Nelson Riddle, uno de los más grandes arreglistas de la historia, conocido por sus trabajos junto a Sinatra, fue finalmente el encargado de hacerse con la batuta.
 
OJO AL DATO: Lolita tiene 12 años en la novela de Nabokov. En la película, el personaje tiene 14 años, aunque la actriz que lo interpretó, Sue Lyon, contaba ya con 16. La única manera de burlar la censura. Y aún así, hubo mucho desbarajuste entre aquellos que, como siempre, solo contribuyeron a aumentar su taquilla. Se comenta también que Peter Sellers no tenía guión –o no le gustaba el de Nabokov- y que improvisó su papel la mayor parte del tiempo. Estaba tan encantado con la oscuridad de su personaje que se volvió intratable y enamoradizo. Con permiso de Kubrick, acostumbrado a domar y someter actores.
 

RETRATO DEL HÉROE: “Esa mezcla que tiene mi Lolita de ternura y soñadora puerilidad y una especie de inquietante vulgaridad”. Humbert Humbert escribiendo en su diario, en un ejercicio de masturbación platónica.

 

 

‘Pulp Fiction’, de Quentin Tarantino: ‘Desmontando un siglo de cine’ vs ‘No hay nada en el maletín de Marsellus’

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DESMONTANDO UN SIGLO DE CINE
 
En 1994 se podía pensar que más o menos estaba todo hecho en las salas de cine. A medio cocinar, pero hecho por fuera, lo suficientemente vistoso como para decir “vale, como, compro”. Después de los festivos ochenta, la década de los 90 no deparaba grandes sorpresas para los amantes del séptimo arte. En España apuntábamos maneras con un nuevo cine social, pero en el mundo, el invento de los Lumiere estaba a punto de cumplir un siglo de vida, y le renovábamos el contrato, más por lo conocido que por expectativas. Pero ese año el ya curtidito en batallas preliminares, Quentin Tarantino, puso a dos amantes a atracar a mano armada una cafetería y lo cambió todo.
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Casi un siglo de cine y Quentin viene a enseñarnos algo. Que cuatro historias más simples que el mecanismo de un columpio pueden aderezarse como para tener los ojos abiertos a la fuerza durante 148 minutos. Vincent y Jules debatiendo sobre el cuarto de libra, un versículo de Ezequiel para preparar al ajusticiado, unos balazos con intervención divina de por medio, sangre decolorada, lecciones de moral del señor Wallace, un mal viaje de la mejor Uma Thurman de toda su carrera, un buen baile aristogático, un poco de sodomía bicolor, un tarado tan inquietante como futurista, una novia estúpida y sin barriga, un boxeador cuyo nombre no significa un carajo y un divorcio inminente que el Señor Lobo evitará a toda costa.
 
Tarantino creó el guión sobre estas historias de Roger Avary, y después nos las contó para que tuviera sentido el contárnoslas y no caer en un surrealismo descontextualizado. Si no fuera así, ¿para qué? Montaje de mínimos, pero eficaz.
 
La marca de identidad, universal además: los diálogos de la lógica. Si yo digo pie, ¿por qué me das codo? Silogismos de la mafia culta, que piensa, razona y considera inapelable su propio código ético. Pero, ¿quién no ha estirado nunca hasta el infinito una discusión sobre una canción, sobre una postura sexual o sobre un sueño?
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No olvidamos lo mejor, lo que define el gran cine. La cinta gana con el tiempo cuando no pretende tal objetivo. Es de una frescura y sinceridad que te destapona los oídos y te quita los nubarrones de la vista siempre que se incrusta en el DVD. Todavía no sabemos qué significa que una película sea “de culto”, pero sí sabemos que nos despeinó, nos sacó de la casita rosa, nos caló los zapatos y nos hizo toser.
 
Algo después, Christopher Nolan parió Memento en una sucesión de cajas chinas infinitas y apuró la técnica del ‘thriller rompecabezas’ como un buen diseccionador. Pero fue con Quentin con quien muchos supimos que ya la realidad era lo suficientemente lineal como para que nos la plantaran en pantalla de la misma manera. Que sigan viniendo a desmontarla, que nosotros no sabemos, no nos atrevemos y seguimos esperando.
 
¿Nos quedamos con el baile, verdad?
 
 
NO HAY NADA EN EL MALETÍN DE MARSELLUS
 
No culpamos al pobre Tarantino si tuvo un mal sueño y quiso hacernos partícipes de ello. Pensó que era nuestro amigo, que le abriríamos los brazos y le entenderíamos y no se equivocó. El mundo le acogió como un pobre demonio loco después de estrenar Pulp Fiction. Pero algunos sabíamos que solo quería echarnos en cara lo mal que lo habíamos entendido todo, en el cine, hasta ese momento. Y fuimos lo suficientemente lúcidos como para darnos cuenta de que la paja es paja, y lo que relucía eran estrellitas sin fuste.
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Coger cuentecillos de drogatas “super-fashion”, mujeres florero de ojos entrecerrados y zumbados que hablan con un chip de quita y pon, y desordenarlos. Y el mundo alucinando en colores. Como si se hubieran metido la misma mierda que Travolta saca a Uma con una inyección en el corazón. Un primer plano de un pico de heroína elevado a los altares como si no existiera Easy Rider o Drugstore Cowboy para enseñarnos a bajar a los infiernos. Y la música, claro, la música. Debe ser dificilísimo coger nuestras canciones favoritas y ponérselas a una peli. De manual.
 
No le culpamos, no. Pero no cuela. La velocidad de tacos por minuto (o por conversación) no es equiparable al buen cine. Y los personajes memorables, carismáticos o inolvidables, necesitan buenas historias, o al menos historias que no se justifiquen con el rojo glamouroso de la sangre o el blanco cetrino de la heroína. Para eso, mejor un documental de los bajos fondos, con negros de piel y de conciencia, que hablen de su madre y de sus zapatillas, y no de lo bien que se está en Amsterdam. Y encima descolocado, por si acaso nos dábamos cuenta. Tarantino parece incluso saberlo cuando sale su alter ego desesperado por el divorcio y no por un tener un cadáver sin cabeza en su garaje. Su doble moral es su doble juego. Y con nosotros, perdió.
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No se doblega, sin embargo, ante la simbología de la nada. Nos enseña un maletín con algo dentro que reluce mucho, pero que no se ve. Ahí parece hasta lúcido y metafórico con su propia obra. No hay nada en ese maletín. Nada visible, nada que nos haga estirar la mano para tocarlo o el cuello para mirar.
Desde Reservoir Dogs, Quentin siempre nos arroja al fondo del maletero de un coche. Primero nos enseña lo que ve, luego nos amenaza, nos pega, y tras rompernos los dientes y sin ni siquiera hacer un par de agujeros con su pistola de niño bien, nos encierra para siempre y nos deja sin aire, deseando que alguien nos saque de ahí, para cantarle las cuarenta de Ezequiel.
 
Recitemos a Ezequiel y matemos al monstruo: