Visionado: ‘La teoría del todo’, de James Marsh. ‘Una pulcra ecuación’

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tres estrellas

Cuando el teórico y fisico Stephen Hawking vio por primera vez La teoría del todo se quedó maravillado por cómo había sabido captar la esencia de los años más importantes de su vida. Así lo afirmó. No sucede con frecuencia en el caso de los biopics, cuando estos se realizan con el personaje narrado todavía vivo, y nunca está claro si eso es bueno o malo. Para nosotros, el hecho de que a Hawking le encantara la película no era un punto a favor, porque significaba que sería complaciente, amable y tremendamente respetuosa. Adjetivos aptos para la vida cotidiana pero no siempre para el cine, o más bien, no para el cine sobre el sacrificio, el esfuerzo y la enfermedad, que requiere de crítica, de matices, de suciedad, por decirlo de alguna manera. Sin embargo, tampoco podía ser de otra forma, puesto que el guion partía del libro que su ex mujer y todavía gran amiga, Jane Hawking, escribió sobre los años que pasaron juntos.

Vaya por delante que La teoría del todo es una película magnífica, brillante en buena parte de su metraje y honesta desde el principio a la hora de identificar por dónde va a descolocarnos. Tiene un arranque majestuoso, de corte clásico y tremendamente emotivo que supone la mejor parte de su metraje: los años de Hawking como estudiante, su inocente y alegre sentido de la vida, su desbordante talento y el inicio de su lucha contra la enfermedad que le postró en una silla de ruedas durante el resto de su vida. Es en ese primer bloque donde todos los elementos más deslumbrantes del filme se despliegan ante nosotros con total transparencia: el vitalismo, el amor o el sentido del humor (de lo mejor de la película). Es de agradecer esta tremenda honestidad, esa desnudez en la realización.

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Homenaje: Lauren Bacall. ‘El misterio de una voz rota’

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El sarcasmo se le escapaba de su voz grave, embriagadora, como de mala vida. Una voz rota que hacía juego con su mirada de gata y con una seguridad equívoca que paseaba en sus personajes, aquellos con los que llenaba la gran pantalla. Lauren Bacall sabía que era una leyenda y se fue en agosto de este año dejando tras de sí ese rastro de inmortalidad que pocos animales cinematográficos han sabido abandonar, tan vivamente, en la memoria de generaciones de espectadores asombrados.

Son muchos los que han celebrado su belleza, quizás demasiado sofisticada para todos los gustos, pero no todos recuerdan que fue una actriz con paciencia y un talento inconmensurable. Y es que de sus féminas noir, arrogantes e inteligentes, pasó a llevar con dignidad interpretativa ciertos melodramas mediocres y, además, resurgir de manera irresistible en las comedias, allá por los años 50. El teatro le dio el prestigio en los 60 y 70, que le resultó un tanto esquivo en el cine y, en los últimos años de su vida supo conquistar a cineastas que tenían algo que decir a nuevos y malcriados espectadores.

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Bacall fue descubierta por Howard Hawks en la portada de la revista Harper’s Bazar. Y el cineasta lo tuvo claro. Aquella extraña belleza, que no terminaba de superar la timidez, le intrigó sobremanera. Quiso conocerla y dicen que se quedó algo decepcionado porque se encontró con una joven de voz nasal y chillona. El director le obligó a leer en voz alta como terapia para hacer más interesantes sus cuerdas vocales y al poco tiempo a la voz le nació la “gravedad”. Así que consiguió su primer papel en Tener y no tener, donde Bacall conoció a Humphrey Bogart. Ella tenía 19 años y él 43. Cuentan que ‘La Flaca’ se sentía tan intimidada por el tipo duro que no se atrevía a despegar la cabeza del cuerpo por lo que la mirada se le quedaba medio entornada. Aquel acto reflejo de novata se convirtió en todo un  hallazgo visual que sigue enamorando a generaciones de espectadores  y, ya de paso, por aquel entonces, a su compañero de reparto. La tensión sexual entre ambos se apoderó de una producción brillante y el duelo de personajes que se retan,  a través de diálogos y miradas, se repitió en la obra maestra, por antonomasia, del cine negro, El sueño eterno (1946, Howard Hawks).

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Visionado: ‘Dallas Buyers Club’, de Jean Marc Vallée. ‘Aunque no dé tiempo a vivir’

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cuatro estrellas

Hay cuestiones que hoy en día parecen tan olvidadas y tan poco tituladas en la prensa que es como si no existieran. Cuando en la década de los 80 del siglo pasado, esa enfermedad denominada SIDA comenzó a propagarse en Estados Unidos, una neurosis colectiva recorrió a una sociedad que se consideraba avanzada y alejada de cualquier mal del mundo. En medio de tal estado de histeria mental, de desconocimiento y estigmatización, un hombre de mediana edad llamado Ron Woodroof, electricista de Texas drogadicto, homófobo y competidor de rodeo, al que le fue diagnostico el virus del VIH durante esa época, decidió darse a sí mismo un Plan B antes de morir.

Su historia, la memoria de sus últimos años de vida, es la que cuenta Dallas Buyers Club, este gran drama del cineasta canadiense Jean-Marc Vallée que eligió a Mathew McConaughey para quitarle las cachas hasta rozar el raquitismo y regalarle el mejor papel de su vida. Porque hablamos de toda una película-personaje, un filme que gira en torno a su protagonista desde su inicio descarnado de pozos con mucho fondo, hasta el triunfo de su santísima voluntad: encontrar en el tráfico ilegal de medicinas alternativas una dosis que aumentara su esperanza de vida.

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