Visionado: ‘Las dos caras de enero’, de Hossein Amini. ‘Un thriller atormentado’

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tres estrellas

Las dos caras de enero es una película que tiene que ver con aquellas personas que nos encontramos fortuitamente y, sin saber muy bien por qué, nos recuerdan a una tercera. Tiene que ver con ese extraño interés que, de repente, despiertan en nosotros aquellos que importaron algo, tal vez demasiado, en otros tiempos. Una puerta se abre en la memoria y conectamos con sentimientos enterrados, con antiguas pasiones que un día se apagaron, con rencores que creíamos haber dejado atrás. Sin embargo, un rasgo familiar, una mirada que se cruza, un gesto inconsciente bastan para avivar antiguos fantasmas. Como si quisieran decirnos algo, insistiendo en alterar nuestra calma y, tal vez, nuestra vida.

Algo así es lo que le ocurre al protagonista de este film, Rydal (Oscar Isaac), cuando conoce a Chester MacFarland (Viggo Mortensen) y a su atractiva mujer (Kirsten Dunst), dos americanos de vacaciones en Atenas. Chester, un estafador de altos vuelos, guardará para él un enorme parecido con su padre, algo que sacudirá la tranquilidad emocional que había logrado alcanzar en su ‘exilio’ en Europa. El viejo continente le había acogido tras romper con su familia y, en especial, con un progenitor con el que mantenía una tormentosa relación. En Grecia, Rydal será testigo de cómo Chester intenta deshacerse del cadáver de un hombre contratado por un grupo de acreedores que le reclaman mucho dinero. Un dinero amasado a través de una serie de negocios dudosos. Unas décimas de segundo le bastarán a Rydal para tomar la decisión de ayudarle.

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‘Alguien voló sobre el nido del cuco’, de Milos Forman: ‘El placebo de la libertad’ vs ‘Desquiciados y desquiciantes’

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EL PLACEBO DE LA LIBERTAD

R. P. McMurphy (Jack Nicholson) no es un tipo de fiar. Es un estafador de tres al cuarto que además ha sido encerrado por abusar de una menor. No solo tiene problemas con la justicia, también con cualquier tipo de autoridad. De ahí que McMurphy ingrese en un psiquiátrico pensando que saldrá mejor parado haciéndose el loco que viéndose entre rejas. Nada más lejos de la realidad. La enfermera Ratched (Louise Fletcher), encargada de atender a los pacientes del pabellón que él ocupa, le demostrará que hay rutinas y terapias capaces de anular a un hombre. Cuerdo o trastornado.

Alguien voló sobre el nido del cuco es una película difícil de olvidar. Quizás sea así porque, dentro del delirio en el que viven sus protagonistas, es una historia sobria y descarnada que se atrinchera en el humor seco para amortiguar las emociones que sabe desencadenar. Quizás por su magistral y escalofriante puesta en escena o por su retrato lúcido de la demencia. Y es que el maestro, el gran director checo Milos Forman, supo atrapar en su película la certeza que hay en la locura y el miedo que produce la libertad.

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Esta película, endiabladamente original, sin género en el que verse encerrada y sin antes y después en la historia del cine, logró cinco Premios de la Academia (en todas las categorías principales) entre los que se encontraba el de Mejor Película. Fue el actor y productor Michael Douglas quien se obcecó en que Forman llevara a la gran pantalla la célebre novela de Ken Kesey en la que se basa el film. Sin embargo, fue su padre, Kirk Douglas, con un ojo clínico para los proyectos interesantes y los buenos cineastas, el que se enamoró inicialmente de la historia. Hasta el punto de que llegó a interpretar el personaje de McMurphy en una versión teatral.  Se vio demasiado mayor, sin embargo, para retomarlo en la gran pantalla.

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Visionado: ‘Tren de noche a Lisboa’, de Bille August. ‘Con el rumbo equivocado’

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tres estrellas

Un suizo de mediana edad, Raymond Gregorius (Jeremy Irons) evita que una joven portuguesa se tire al río Aar en Berna. La muchacha desaparece poco después dejando tras de sí un impermeable y un libro. Un libro en el que Raymond verá descifrados el mundo y aquellas cosas que “llevan atormentándole desde siempre”. Su autor fue un joven médico lisboeta, Amadeu do Prado (Jack Huston) que participó en la resistencia durante la dictadura de Salazar y tuvo un trágico final que, de alguna manera, siempre marcó su destino.  Gregorius “huirá” de su vida anodina poniendo rumbo a Lisboa para conocer algo más de aquel misterioso escritor.

Este es el argumento de Tren de noche a Lisboa, última película de Bille August basada en la novela de Pascal Mercier. Un film que parte de manera apasionada, gracias a un detonante de la historia romántico y enigmático, pero cuyo interés envejece rápido. Acaba deambulando entre el exceso de información que se ofrece a través de numerosos y a veces innecesarios flashbacks que recrean la historia del escritor en tiempos de opresión y la metáfora de las ideas filosóficas que dejó para la posteridad. Una cosmovisión brillante, en algunos casos, pero que flota en un medio, el cine de August, que aunque es de bella estampa, no parece el más adecuado. Las adaptaciones literarias del escritor (La casa de los espíritus, Los miserables) nunca han sido muy afortunadas.

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‘Julio César’, de Joseph L. Mankiewicz. ‘Cuando el verbo se hizo cine’ vs ‘Un Shakespeare distante y solemne’

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CUANDO EL VERBO SE HIZO CINE

“La culpa, querido Bruto, no es de las estrellas sino de nosotros mismos.”

Julio César es teatro hecho cine, quizás la mejor adaptación que se haya abordado de una obra de Shakespeare dentro de las más de 300 versiones realizadas de las piezas teatrales del autor. Sin embargo, no se trata de  una adaptación cualquiera. Joseph L. Mankiewicz, su director, apuntala las tablas de esta cinta ofreciendo una auténtica lección de cinematografía. Nunca una cámara se convirtió en un cómplice tan ágil, descriptivo y resuelto de las palabras del ilustre Bardo de Avon como en esta película.

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Por eso nunca dejará de fascinarnos la perfecta simbiosis que se produce en ella entre el texto dramático y el gran abanico de recursos cinematográficos que se utilizan a lo largo del metraje. En la película se prodigan picados y contrapicados que, por ejemplo, enfatizan emociones, ridiculizan la humanidad de un ‘dios – César’ demasiado mundano o admiran la astuta oratoria de un Marco Antonio vengativo. Abundan los planos que perfilan los rasgos de humanidad, grandeza e indecencia de los personajes. Y la grúa regala momentos impagables, como cuando, a bordo de un travelling, huye de un Casio (John Gielgud) que revela a los espectadores sus tenebrosos propósitos.

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La película trata la conspiración que se fragua para terminar con la vida del dictador Julio César (Louis Calhern) en el año 44 a. C. y es un retrato minucioso del poder, la ambición y la envidia. Habla sobre los enigmas de la conciencia del ser humano y sobre el ambiguo concepto de la responsabilidad.  Recoge el espíritu del texto de Shakespeare a la hora de mirar al complejo personaje-epicentro de la película, Julio César, observado, como es costumbre en el cine de Mankiewicz, desde diferentes puntos de vista (así, aparece como un dictador ladino que se apropia de la voluntad del pueblo con fáciles prebendas y como un líder humanista y avanzado a su tiempo).

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Visionado: ‘El médico’, de Philipp Stölzl. ‘Aventura sin grandes audacias’

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tres estrellas

Basada en la celebérrima novela de Noah Gordon, El médico es una gran superproducción repleta de atracciones para entretener nuestro tiempo libre. Tiene buen ritmo, al menos en su primera parte, cuenta con un sofisticado envoltorio visual pero también con un gran inconveniente: tiene poca garra en algunos de los instantes clave en los que se debería haber puesto especial cuidado en mimar la atención del espectador. Película y libro, sin embargo, cuentan con un mismo sistema nervioso, un tema que despierta grandes pasiones (el amor al saber en tiempos de oscuridad) que se desenvuelve a través de aventuras emocionantes.

Aborda la historia de un joven habitante de la Inglaterra del siglo XI, Rob Cole (Tom Payne), que tiene un don especial para curar a sus semejantes además de  una sed de sabiduría insaciable, fruto del dolor que le produjo la muerte de su madre a causa de una enfermedad incurable. Dicho suceso trágico le impulsa a recorrer medio mundo con el fin de encontrar respuestas en manos de un sabio doctor, Ibn Sina (Ben Kingsley), que vive en una ciudad persa regida por un Sha ambiguo y decadente (Olivier Martínez).

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Disección: ‘Lolita’, de Stanley Kubrick. ‘El arte de amar lo prohibido’

EL ARTE DE AMAR LO PROHIBIDO
 
PANORÁMICA: 1962. La Guerra Fría se alimenta al borde de un conflicto mundial nuclear tras detectar los aviones de John F. Kennedy bases de misiles soviéticos en Cuba. Se funda Amnistía Internacional. Los Beatles despiertan al mundo con Love me do. Deja este mundo el Nobel de Literatura William Faulkner. En agosto, se apaga la poca luz que quedaba del Star System cuando Marilyn muere. Cuatro días después, fallece el escritor germano-suizo Herman Hesse, gurú de los bajos fondos mentales. También muere, aunque ejecutado, Adolf Eichmann, ideólogo, por encargo, del Holocausto judío.
 
EL MEOLLO: Humbert Humbert es un profesor de literatura británico, en plena madurez, que llega a un pequeño pueblo de la Norteamérica profunda el verano anterior a su incorporación en la plantilla del Beardsley College. Decide buscarse alojamiento en la zona y, para ello, visita la casa de una viuda, Charlotte Haze, una señora con incontinencia verbal, no digamos amorosa, que le muestra las bondades de su hogar. Cuando Humbert está a punto de ofrecer una excusa y escabullirse de la casa se tropieza con Lolita, la hija de Haze, una adolescente que le observa con mirada ambigua y sonrisa perversa. A partir de entonces, Humbert se quedará a vivir con las Haze, incluso llegará a casarse con Charlotte, todo ello para permanecer cerca de Lolita y deleitarse secretamente con su presencia. Cuando Charlotte muere (la casualidad cometió el crimen perfecto), Humbert se queda a cargo de Lolita. De manera intermitente irá apareciendo en la historia Claire Quilty, un guionista de televisión famoso que será quien precipite los acontecimientos dramáticos.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: No fue una ruptura, ni una revolución. Porque no hay antes ni después de Stanley Kubrick. Su obsesión de santero del cine, sus melomanías viscerales, y su locura pendular hacen imposible incluirle en ninguna categoría visible. Solo sabemos que existió, que pilotó más allá del cine, no ya que conocíamos, sino que imaginábamos, y que sentó cátedra de una narración épica-intimista-moral, libre de toda sospecha de influencia masónica. Kubrick es ya una alegoría. Como Buñuel con Viridiana, nuestro homenajeado cogió de la mano a Nabokov y su archi-analizada obra y burló con Lolita a toda una sociedad supuestamente aperturista que volvía la cabeza ante una adolescente en bikini. Tomad dos tazas, dijo. Una receta ésta que repitió hasta el final. ¿No hay violencia? Bebeos La naranja mecánica. ¿El matrimonio es sagrado? Engullid Eyes Wide Shut. ¿La guerra hace héroes? Tragad La chaqueta metálica. ¿No hay dioses del espacio? Saboread 2001. ¿Se acabó el cine épico? Paladead Espartaco. ¿El miedo es subjetivo? Vomitad con El resplandor. Luego se fue y dejó a varios imitadores inconscientes con la lección medio aprendida. Los mismos que siguen preguntándose dónde estaba el objetivo, el que nunca encontró, el inalcanzable plano que le hacía gritar. Ignorantes también nosotros, haciendo odas al genio, sabiendo que nos contó lo que no veía, y que alabamos el resultado de algo que nunca quedaba encuadrado como él quería. Nosotros sí tenemos el encuadre perfecto: Kubrick, tras una cámara, congelado, enfadado.
 
PRIMER PLANO:
 
James Mason. El actor de la “voz aterciopelada”, el atildado galán romántico, el villano más sublime jamás descubierto por Alfred Hitchcock, el patricio Bruto que supo eclipsar al dios Brand. Y, por encima de todos, el decadente y amoral Humbert al cuadrado. Tan grande es su interpretación, entre la seducción y el patetismo, que es capaz de conmovernos y arrancar nuestro perdón haciéndonos olvidar su crimen. En Lolita, nos quedamos con dos escenas donde Mason regala geniales lecciones de interpretación: sus lágrimas atragantadas por la risa burlona al leer la torpe declaración de amor de la madre de su amada, y el llanto desgarrador, a pesar de su plástica contención, de los minutos finales.
 
Peter Sellers. Dicen que Kubrick se encerraba con Sellers en el plató todas las mañanas antes de iniciar el rodaje. El director repasaba con el actor el guión, pero dejándole completa libertad para improvisar diferentes maneras de interpretar una escena. Kubrick sabía que su talento no tenía límites y su ego, desbocado, necesitaba ser atemperado con un poco de atención personalizada. Casi siempre era en la primera toma donde mostraba su genialidad que enseguida desfallecía. ¿El resultado? como siempre en él: fascinante, perturbador, inquietante.
 
PICADO: Detrás de cualquier artesano del cine, se encuentra una visión personal, propia del lenguaje cinematográfico, por el que aceptamos, nos guste o no, la historia que nos están contando. Lolita no tiene de eso. Son varias visiones de un mismo personaje insertadas en una sola historia, varios ejercicios de perfeccionismo que provocan un vaivén de ideas, y que enfrían la empatía con los personajes. Kubrick no encontró su cubículo, no consiguió que encajaran todas las piezas. No creemos que lo consiguiera nunca, al menos como él quería, pero aquí no evitó que se notara: Lolita es y está en la historia de una manera a ratos desconcertante. Lo imposible fue demasiado evidente. Y otro apunte: Nabokov, que andaba por allí, no dijo ni mu, pero en este film, a Sue Lyon solo le faltaba arroparse con mantas de azúcar y vestir manzanas de feria. Eso no pasaba en el libro. Y aquí sobraba, claro.
 
CONTRAPICADO: Nos fascinan los encuentros demenciales entre Humbert Humbert y Clare Quilty, bajo cualquiera de sus múltiples disfraces. Encuentros con diálogos al borde de la locura tocada por la genialidad. Los monólogos frenéticos de Quilty abruman hasta que desarman. Son caóticos, pero siempre suenan a amenaza. ‘Se vomitan’ con acento surrealista y también con unz clarividencia que termina de dar el golpe de gracia al intelectual Humbert. Es así hasta que se hace la luz y descubrimos que Quilty no es otro sino Humbert Humbert, pero en estado salvaje, sin prejuicios, un Espartaco rijoso que no tiene intención de liberarnos, sólo se retuerce de la risa al reconocer nuestros remordimientos de pecadores aficionados. Quilty es nuestro profeta en el universo de los deseos inconfesables.
SIMBIOSIS SONORA: Humbert sale al jardín acompañado de los primeros acordes de un tema instrumental con coros burlones, muy sixtie. Suena pegadizo, repetitivo, pero endiabladamente sexy. Con esta canción vulgar (Lolita ya ya), hit de un día, nuestro protagonista ve por primera vez a su nínfula y se relame, sabe a ‘pastel de cerezas’. La escena tiene una fuerza increíble, arrebatadora, inolvidable. Ironías del guión, el tema se repite avanzada la película, cuando Humbert Humbert se complace, de manera cruel y húmeda, con la muerte de su esposa. Se dice que Bernard Herrmann, compositor habitual en el cine de Hitchcock, fue la primera elección de Kubrick para componer la banda sonora. Sin embargo, se sintió ofendido cuando el director le pidió utilizar el romántico, pero muy efectivo, Theme from Lolita, de Bob Harris. Cosas de genios. Nelson Riddle, uno de los más grandes arreglistas de la historia, conocido por sus trabajos junto a Sinatra, fue finalmente el encargado de hacerse con la batuta.
 
OJO AL DATO: Lolita tiene 12 años en la novela de Nabokov. En la película, el personaje tiene 14 años, aunque la actriz que lo interpretó, Sue Lyon, contaba ya con 16. La única manera de burlar la censura. Y aún así, hubo mucho desbarajuste entre aquellos que, como siempre, solo contribuyeron a aumentar su taquilla. Se comenta también que Peter Sellers no tenía guión –o no le gustaba el de Nabokov- y que improvisó su papel la mayor parte del tiempo. Estaba tan encantado con la oscuridad de su personaje que se volvió intratable y enamoradizo. Con permiso de Kubrick, acostumbrado a domar y someter actores.
 

RETRATO DEL HÉROE: “Esa mezcla que tiene mi Lolita de ternura y soñadora puerilidad y una especie de inquietante vulgaridad”. Humbert Humbert escribiendo en su diario, en un ejercicio de masturbación platónica.

 

 

‘El tercer hombre’, de Carol Reed: ‘La muerte es solo un contratiempo’ vs ‘El mal enterrado ciudadano Lime’

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LA MUERTE ES SOLO UN CONTRATIEMPO
 
Ella avanza con la mirada en el suelo y el paso decidido. A su alrededor, las hojas de los árboles caen con indiferencia. Aunque protagoniza la escena, la contemplamos lejana; más cerca de nosotros, Holly Martins, apoyado en un viejo carromato, la observa; de vez en cuando, desvía la cabeza. La cámara está fija y la alameda es larga. En concreto, mide casi dos minutos y medio de metraje. Pero la bella y distante Anna Schmidt sigue su camino manteniendo su rostro hierático. Pasa de largo, un último gesto de crueldad inevitable, sin prestar la más mínima atención a su enamorado, quien no espera gran cosa de su insistencia, pues es un romántico insufrible que permanece allí. Por si acaso, nuestra protagonista se pierde en un primer plano y Martins, sin moverse de su sitio, enciende un cigarrillo. El humo del pitillo nos ofrece el fundido a negro.
 
Eltercerhombre
Cuentan que Carol Reed, director británico de El tercer hombre, y Graham Greene, guionista del filme y grande de la literatura universal, mantuvieron encendidas disputas porque no se ponían de acuerdo con el final de la película. En la novela previa que Greene siempre se veía obligado a escribir antes de abordar un guión cinematográfico, la muchacha coge del brazo a Martins mientras desaparecen de la vista del narrador. Una concesión a la esperanza, un desenlace ambiguo, demasiado cínico, que no casaba con la visión de un cineasta empeñado en no dar tregua a una historia de amor que nunca existió o que, sencillamente, fue de otro. Sin embargo, y a pesar de contener el desenlace más perfecto jamás contado, Greene tenía razón, su historia era tan cínica como la Europa que sobrevivía al impacto de la Segunda Guerra Mundial, el escenario de esta película.
 
Dejarse llevar por esta película, la más grande del cine británico, es sumergirse en una historia brillante, ágil, llena de personajes desencantados que frecuentan una Viena amenazadora donde siempre hay alguien observando de manera inquietante detrás de una ventana, o acechando mientras se fuma un cigarrillo a la vuelta de la esquina, o escudriñando una escena mientras se deja una conversación en el aire. La atmósfera lograda es única, con calles frecuentadas por potentes claroscuros y atrapadas en encuadres al bies (herencia del expresionismo alemán), que pierden el equilibrio cada vez que se avecina un momento de tensión emocional o de suspense policiaco.
 
Y de repente se hace la luz mientras un gato delator ronronea a los pies de Harry Lime, nuestro Orson Welles, al que descubrimos bien avanzada la película. Con la sonrisa aviesa, la mirada firme, desenvuelta en un gesto de sorna, Welles hace acto de presencia para estamparse en la memoria de los espectadores de todos los tiempos. Tan sólo permanece 15 minutos en pantalla para darle rostro y figura al brillante y cínico Lime; sin embargo, su presencia se apodera de todo el metraje. Cuentan que su influencia fue más allá de su interpretación y que bien pudo estar detrás de la creación de numerosos hallazgos hechos escena. Sospechamos o tenemos la certeza de que Welles fue el artífice del poder de fascinación que ofrece un momento clave de la película: la persecución por las cloacas. Un dédalo de calles siniestras con sombras que corren sin avanzar, como en una pesadilla; una Torre de Babel tumbada bajo tierra, atestada de voces de policías, que chillan en diferentes idiomas y cuyos propietarios permanecen ocultos sin conseguir atrapar a Lime; un camino tortuoso, el del antihéroe hacia su destino, quien aunque comienza a encajar su final, no puede evitar retorcerse como una alimaña buscando una salida. El instinto de supervivencia manda.
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El tercer hombre es la historia de una amistad traicionada, la de dos personas opuestas. Una de ellas, Harry, villano por un puñado de dólares, salvajemente cruel aunque fascinante y carismático; la otra, Martins, un tipo que no tiene donde caerse muerto, un ingenuo sin remisión, “honrado, sensible y sobrio”, pero con tantos principios que se le confunde el entendimiento para acabar clavándole el puñal a su mejor amigo. La imagen de un mediocre perdedor que, sin embargo, nos libera en pantalla de la presencia cautivadora, pero siempre molesta del genio.
 
Harry Lime u Orson Welles… o quizás el Tercer Hombre, aunque agoniza, se queda con la chica y el botín. La fascinación eterna del espectador. Pero rindamos también un homenaje a la acertada mirada cínica de Greene: independientemente de que la chica se vaya o no con el tipo íntegro, el pobre Lime acaba criando malvas. Y es que como dijo el bueno de Crabbin, ese señor despistado que dirige un club de pseudointelectuales en la película, la muerte era tan solo un “contratiempo”.
 
Welles y sus conclusiones, en acción:
 
 
EL MAL ENTERRADO CIUDADANO LIME
 
Hay cosas que en 1949, ecuador de los años dorados del cine, les permitían a casi todos los directores de cine afamados. Y más si hacías cine negro. No hablamos, claro está, de Carol Reed, el ¿director? de esta cinta, que no era precisamente un recoge-premios, o no lo sería hasta veinte años después. Nos referimos a Orson Welles, el señor Lime, la sombra chinesca más destacada de esta película, el poder agazapado, la sonrisa siniestra que hizo creer a todo el mundo que esta aventura británica la firmaba quien la firmaba. A saber por qué, que no nos creemos las teorías oficiales del miedo al fracaso, que ahí estaba de nuevo Joseph Cotten haciendo de hombre-conciencia.
 
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Perdonaban, como decíamos, que se desenterraran patrones de conducta, personajes revividos para el recuerdo. Welles no fue una excepción y le permitieron que mal enterrara a Charles Foster Kane y que lo resucitara ocho años después para convertirle en un villano que trafica con penicilina adulterada en la Viena de posguerra, con planos cinematográficos idénticos a su aventura anterior. Aunque hoy sería impensable tal autoplagio, hasta ahí bien, pero considerar este cliché de técnica superlativa como una obra maestra del cine, teniendo como teníamos un pack de diez con Ciudadano Kane, nos lleva a una reflexión: ¿tres más tres siempre son seis? En el arte, no.
 
Los planos retorcidos, la música repetitiva y anacrónica de Anton Karas, el guión encajonado (por mucho Graham Greene que sobrevolara) y actores rendidos al movimiento cameral, no nos sumaron seis. Primero, la guitarra chiflada que suena cuando menos te lo esperas, con sus acordes machacones e incoherentemente alegres en mitad de un entierro, de un accidente, o de una escena dramática, haciéndonos dudar: ¿estamos viendo un thriller o el paso de una diligencia loca? Segundo, que bajo este ritmillo carente de tensión, aparecen además personajes estereotipados malos-malos o buenos-buenos, cuya frialdad se intenta paliar con primeros planos estáticos y en ocasiones desencajados, que de tanto abuso pierden su efecto primario. Tercero, alcantarillas interminables (hasta el hastío) y plano secuencia final (estático, cómo no, sin riesgos) para que valoremos el metraje.
 
Nos nos creemos esa sociedad de posguerra en general, y esos personajes que entran y desaparecen sin sentido, en particular. La señorita Schmidt tiene tales cambios de humor que roza la esquizofrenia, si bien es la que más destaca en ese sentido, puesto que el resto del elenco es lineal. Por no hablar de lo previsible que resulta cada una de las escenas. De hecho, íbamos a avisar de spoiler en alguno de nuestros comentarios. Y no, no hace falta, que en cada escena existe un espacio de antelación en que se sabe lo que va a pasar.
 
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No nos rendimos tampoco a la primera escena en que aparece Harry Lime, la supuesta “mejor presentación de un personaje de la historia del cine”. O nos estamos perdiendo algo o parece un anuncio publicitario de colonia de hombre. Y no es un símil anacrónico. O peor, parece que después de que un foco enorme alumbre esa sonrisa torcida, nuestro resucitado se va a poner un sombrero de copa y va a marcarse un baile con Ginger Rogers. En realidad, solo viene a confirmar ese deje teatral a lo Sarah Bernhardt con el que fluyen las palabras acartonadas de todos los personajes. Un plano que es un fin en sí mismo; y ésto, ya casi en los 50 y estando quien estaba olfateando el resultado, no es para aplaudir precisamente. Se acabó el indulto al cine negro porque sí.
 
Así que arriesgándonos a ser non gratos para los puristas, le decimos al Sr. Welles lo que le dice Holly Martins al Mayor Calloway: “No necesitamos su whisky”. Nos quedamos con el enigma de Rosebud y durmiendo en Xanadú para siempre, que ahí sí que nos salieron las cuentas de la perfecta obra maestra. O mejor, Mr. Lime, que usted mismo lo dice dando vueltas en la noria: “Los muertos están mejor que nosotros”. ¿A qué tanta resurrección? Deje morir en paz.
 
Un foco sobre el resucitado y comienza el anuncio de colonia.