Vamos a ponernos estupendos, aunque solo sea por la sequía de piel erizada que llevábamos sufriendo hace bastante tiempo en cuanto a cine de terror, que desde Expediente Warren y la divertídisima y espeluznante fricada de La cabaña en el bosque, poco nos había sorprendido en este género en los últimos tiempos. Nada nos resulta más refrescante y esperanzador que haber encontrado este año en Babadook una de las películas más originales del año, con escasos medios, un gran guion y puesta en escena, y unas interpretaciones escalofriantes. Desde las antípodas, este filme viaja asombrando por el mundo, respaldado por los festivales de Sundance y Sitges y recientemente premiado por el Círculo de Críticos de Nueva York.
Debuta tras las cámaras y el guion la cineasta australiana Jennifer Kent, quien nos abre las puertas de una casa donde viven Amelia (Essie Davis) y su hijo Samuel (Noah Wiseman). Ella perdió a su marido en un accidente de tráfico justo el día en que dio a luz a su retoño, el cual, a punto de cumplir ahora los siete años sufre de severos problemas de conducta provocados por un monstruo que, según cuenta, le visita por las noches. La madre, sola, triste y frustrada, trata de hacer frente al comportamiento cada vez más agresivo y desconcertante de su hijo hasta que la relación se vuelve insostenible e incluso ella comienza a sufrir alucinaciones y pesadillas.
Ambos comienzan así a compartir la presencia esquiva pero penetrante del Babadook, una extraña criatura con semiforma de animal, sombrero y grandes garras, que traspasa las fronteras de un simple cuento para niños hasta volverse real y torturar sus vidas a cada instante. Con una impresionante escalada de tensión, y escenas terroríficas como los recortables proféticos del libro, las escenas alucinógenas de televisión o la transformación psicológica de Amelia, la directora nos ata de pies y manos al horror del fantasma emocional, de la locura y el miedo que atenaza las acciones de madre e hijo, mientras se odian y se aman por encima de todo lo humanamente soportable.
Se trata de un miedo que se salta a la torera el susto y la convulsión gratuita (que también los hay) para que el sufrimiento sea más agónico y mental, al proceder de nuestra propia inmersión en la oscuridad por la que ambos protagonistas se ven envueltos, en el rostro del trabajo realizado por una magistral Essie Davis y por el niño Noah Wiseman. Recrean en diferentes planos las sombras chinescas de algunas maravillas sentimentales de El sexto sentido, Intruders o El orfanato, y de otras tantas alegóricas como El resplandor o Pesadilla en Elm Street. Pero durante el metraje la película identifica sus heridas con facilidad y se recrea en ellas, quizás en exceso, para rozar ese aspecto melodramático del miedo que pocos directores se atreven a radiografiar.
Así es el Babadook, como las buenas películas o las obsesiones, se te mete en la piel y cuanto más lo niegas, más crece, porque no puedes deshacerte de él. De ahí el enorme trabajo psicológico que Kent realiza tanto con las cámaras como con el guion, contándonos a través de la desesperación de Amelia y de la fortaleza de su hijo que el monstruo del miedo, de los traumas, del dolor, nunca termina de irse, nace y muere dentro de nosotros. O lo enfrentas o te mata. Al final, la inteligencia de esta película depende de nuestra astucia para identificar el simbolismo de la lucha de madre e hijo por encontrar una salida, la que sea, para sobrevivir al terror.