Un hombre, su vida personal y laboral enredada entre numerosas fatalidades y el coche que conduce. Ya está. Road-movie, thriller psico-emocional o monólogo sin paliativos, Locke forma parte de esas películas de autor (de autoría absoluta nos gusta más llamarlas) que fue vista y no vista en el gran circuito taquillero español pero que ha encandilado a los afortunados que hemos tenido la oportunidad de disfrutar de su innovador formato. Lenguaje revolucionario no por aquello de encerrar a un personaje en un coche durante la travesía nocturna que abarca toda la historia, sino por la manera de jugar con esa claustrofobia narrativa mediante la sencillez y una pequeña dosis de buen gusto y suspense del que hiere en su simpleza. Que tampoco hace falta más.
Un magnético y sobrio Tom Hardy, ese actor británico que se encuentra multiplicado en taquilla desde que Christopher Nolan le apadrinó en Origen y El caballero oscuro: la leyenda renace, es el único ser humano al que contemplamos en primer y medio plano durante 85 minutos de alto voltaje, desde que se monta en el coche en la primera secuencia, abandonando los primeros cimientos de una gran construcción. Es Ivan Locke, un capataz de construcción al que la vida le ha puesto a prueba la misma noche: su mujer y sus hijos le esperan en casa para ver un partido de fútbol, pero pronto sabemos que donde acude es a un hospital desde donde una mujer triste y frágil le llama desesperadamente, al tiempo que debe controlar que el gran volcado de cemento del que será uno de las mayores edificios del mundo se realice al día siguiente con total profesionalidad.
Tres frentes abiertos para un solo hombre, transitando por la autopistas de las afueras de Londres, acatarrado y resignado, con la confianza absoluta de que podrá solucionar todo mediante el teléfono manos libres de su coche y su propia tenacidad. Conteniendo su rabia, tratando de ser práctico y resolutivo con los numerosos contratiempos que le van surgiendo sin cesar, con la vista puesta en la carretera y en los fantasmas familiares que habitan el asiento trasero de su coche, Locke está convencido de que es su propia voluntad y esfuerzo emocional lo que hará que al final todo pueda salir bien.
Sin embargo, el escritor, guionista y director Steven Knight, ya conocedor de las trampas del destino en ese fabuloso guion que fabricó en Promesas del Este, decide hacernos zozobrar junto con su único personaje, cuando convierte su gran cagada vital en una angustiosa persecución que nada tiene que ver con carreras y neumáticos, sino con el punto de inflexión de un hombre normal, simplemente desbordado por un antes y un después que le ha tocado vivir al volante, deslumbrado por los otros vehículos y poco a poco superado por la maldita fatalidad del único error de su vida. Podría ser cualquiera, parece decirnos el cineasta, cualquiera de esos conductores que parecen conducir medios idos, abstraídos y hablando solos por las carreteras de todo el mundo.
Y jugando con esas capas de la personalidad de Locke con las que se entretiene la historia, hay también un ensayo sobre la incapacidad de cualquier persona, sea todo lo fuerte, madura, comprometida y profesional que queramos, para tener todo bajo el orden de lo previsto. Ni la rabia, ni la impotencia, ni el arrepentimiento son tan férreas como el hormigón a la hora de tocar fondo y dejarse llevar. Por eso esta película es buena de puramente real, honesta y perspicazmente cruel. ¿O hay alguien que no haya conducido alguna vez pensando en que circula por tres direcciones al mismo tiempo, que no hay meta, que todo está desordenado y fuera de control?