Sam Peckinpah regresaba, en 1969, al territorio que había explorado con buena fortuna en Duelo en la alta Sierra (1962) de la mano de otro western desencantado y de la historia de una traición. Sucia, violenta, desquiciada, pero también irremediablemente romántica, Grupo Salvaje es una película que supura sudor, sangre y camaradería. Nos sumerge en una experiencia emocional de más de dos horas de duración donde hay mucha aventura, donde se respira el alcohol y se sospechan algunos sueños frustrados en unos personajes que, en el fondo, sólo desean “volver a ser niños, hasta los peores de ellos”.
El Grupo Salvaje es una banda de pistoleros, casi todos ellos entrados en años, liderada por un tipo duro alcoholizado. Un buscavidas resabiado, de buena madera, llamado Pike Bishop (William Holden). Disfrazados de militares, los forajidos se meten de cabeza en una trampa cuando van a atracar un banco. Les espera un grupo de cazarrecompensas al frente de los cuales se encuentra un ex amigo de Pike, Deke Thornton (melancólico y taciturno Robert Ryan) quien, para librarse de la tortura y la cárcel, tuvo que ‘dar su palabra’ de que atraparía a Pike y los suyos, al magnate de una empresa de ferrocarriles. Sin embargo, el Grupo Salvaje logra huir y cruza la frontera mexicana para encontrarse con otro mundo agonizante: un país a punto de estallar por la revolución, pero donde los pistoleros verán la posibilidad de realizar nuevos negocios. Así, robarán un cargamento de armas para el general Mapache (Emilio Fernández). El militar es un tirano que mientras combate a los hombres de Pancho Villa, instaura un régimen de terror, sexo y borracheras en un poblado fantasma. Thornton, por su parte, seguirá siendo la sombra de Pike y los suyos al otro lado de la frontera.
Lo más fascinante de esta película es el estilo cinematográfico tan singular que perfeccionó Peckinpah a lo largo de su metraje. Unas señas de identidad a través de las cuales al cineasta le encanta escandalizar y asombrar con contrastes abismales. Ahí está, por ejemplo, esa mujer que amamanta a su hijo mientras cuelga, al lado de su pecho, un cinturón con munición.
En este sentido, hay dos momentos cumbre en el filme que han pasado a la historia por su agudo uso de las metáforas y su magistral montaje (obra de Lou Lombardo). Así, unos niños ‘inocentes’ se divierten de manera inquietante con un juego cruel de hormigas y escorpiones, preludio de la matanza que vamos a presenciar al inicio de la película. Una secuencia cínica, coronada con la hipócrita marcha antialcohólica de unos puritanos a los que el cineasta (gran aficionado a la bebida) colocó, maliciosamente, en medio de un fuego cruzado en el que, finalmente, morirán demasiados inocentes.
Sin embargo, es en las secuencias finales cuando el cineasta compone su magistral sinfonía de sangre, violencia y heroísmo tardío. Los cuatro supervivientes del Grupo Salvaje avanzan seguros e impertérritos hacia su destino. Saben que de esta, ya no salen. Caminan, por las calles del pueblo fantasma sin prisa para intentar defender a uno de los suyos y ajustar cuentas, ya de paso, con el pasado. En la plaza, comienza la violencia y el mosaico de cortes y tomas vertiginosas.: la cámara lenta, las caídas eternas, las muertes suspendidas en el tiempo, la sangre densa, la ametralladora desquiciada y el polvo que lo envuelve todo para recuperar los cuerpos que le pertenecen. Es uno de los momentos más potentes, fabulosos, fieros y desagradables de la historia del cine. Peckinpah devora a sus criaturas convirtiéndolas en un atajo de forajidos perdedores, soeces y ‘malnacidos’ que saben conservar un extraño, pero firme sentido del honor.
Por eso, buena parte de la fuerza de la película reside en las interpretaciones, en especial, las del trío protagonista (Holden, Ryan y Borgnine). Holden realiza uno de los mejores trabajos de su carrera metiéndose en la piel curtida de un hombre que quizás vivió momentos de esplendor y fue el mejor, porque nunca consiguió ser atrapado. Es capaz de hacernos sentir el dolor de ser viejo, de todas y cada una de sus articulaciones cuando intenta montar en su caballo. Sin embargo, ni viejo ni cojo pierde la prestancia, ni mucho menos la dignidad. Es alguien de otros tiempos, que ha vivido en los aledaños de la muerte violenta, en un territorio demasiado inhóspito donde sólo la lealtad y la amistad parecen, sólo lo parecen, buenos refugios. Por eso, la traición de Thornton duele, pero no pilla de nuevas. Se limita a huir, dejándose acompañar, de alguna manera, por el viejo amigo que intenta darle alcance. Es consciente, al fin y al cabo, de que su tiempo se termina.
No puede faltar la mejor secuencia. Los cuatro últimos de Grupo Salvaje, en casi una marcha fúnebre hacia su final:
NI UN BANDO NI OTRO
Sam Peckinpah realizó probablemente los primeros veinte minutos más espectaculares del western de los años 60. Nueve hombres vestidos de soldados se acercan a un pueblo mientras son escrutados con curiosidad por un grupo de niños que están torturando a un escorpión dejando que se lo coman las hormigas. Mientras avanzan se van congelando imágenes en blanco y negro en forma de créditos iniciales. Entran a un banco, descubrimos su verdadera identidad de atracadores, y al mismo tiempo que ellos, nos damos cuenta de que otro grupo, pero de cazarrecompensas, les ha tendido una emboscada. Planifican su estrategia, salen con su botín, y comienza un conjunto de primeros planos, zooms, escenas a cámara lenta, disparos, sangre, confusión y atolondramiento que nos dejan tan electrizados como si nos hubiera partido un rayo.
Desde ese momento, podemos convencernos de que Grupo Salvaje (1969) será toda una fiesta de traiciones, violencia, persecuciones y adrenalina. Pero resulta que con esta escena acaba todo, para algunos. La que por muchos ha sido considerada como una de las obras maestras del género, sobre todo ya rozando una década difícil para el mismo como serían los 70, nunca ha dejado de parecernos la continuación innecesaria de ese flamante inicio. Concretamente, desde que los bandidos atraviesan México, descubren la “caza legalizada” de la que son objeto y se embarcan en una marcha forzada, siempre perseguidos, nunca alcanzados, que les lleva de un despropósito a otro, sin que en ninguno hallemos esa furia propia de los forajidos.
Creemos que Grupo Salvaje se sustenta sobre una estructura lineal que solo deja espacio para tres o cuatro flashbacks algo chapuceros y que no sirven para ahondar en la psicología de su tropel de personajes. No sabemos muy bien qué pasa entre ellos, a qué aspiran, por qué siguen juntos, entendemos que por dotarlos de una aureola misteriosa que al final se diluye con los enfrentamientos de todos contra todos. Un caos de disparos y personalidades inanes y algo garrulas donde el acribillamiento resulta ser lo más real, un fin en sí mismo. Así, lo que al principio es un asalto a un tren con armas, se convierte primero en persecuciones nunca terminadas, en una batalla en un pueblo mexicano donde somos incapaces de distinguir quién dispara a quién, y en un retrato coral de la muerte en masa, sin personalidad, tan fría y mecánica que carece de tristeza.
Como protagonistas de plano, miradas silenciosas y mejores frases encontramos, por un lado, al fabuloso William Holden como jefe de los bandidos, con un porte de señor avejentado muy digno cuyo final ya adivinamos desde un principio y que resulta tan ambiguo entre sus risotadas y amargamientos que no hay por dónde cogerle en su rol de héroe denostado. Por otra parte, tenemos a su número dos, el carismático Ernest Bognine, voz de su amo, que en algunas secuencias sobra y en otras te deja hipnotizado. Y completa el triángulo el perseguidor de la banda, el espigado Robert Ryan, antiguo compañero de tropelías de Holden, que ahora tiene que darle caza para no volver a la cárcel. Todavía no nos explicamos cómo en un triángulo de estas características, nos dejaran al final sin un duelo en condiciones y conociéramos a través de un apergaminado montaje la historia de estos hombres.
Aparte de su arranque, siempre hemos considerado que lo más destacable de Grupo Salvaje sea quizás la ambivalencia del grupo protagonista en el papel que le toca jugar en la batalla entre los federalistas mexicanos y los guerrilleros de Pancho Villa. Es decir, todos y ninguno. Ni un bando ni otro. En eso sí que es coherencia pura, porque el escenario final que nos deja es igualmente versátil. Aquí cada uno vale para todo. Hoy soy un burdo atracador, mañana tu gran amigo, pasado el mártir de la causa, y recuerda que ayer fui el héroe del oeste fronterizo. No es que en el western haya tendencia a las interpretaciones y guiones espeluznantes, pero vaya por delante que al final siempre gusta uno de encontrar la arista emocional adecuada. Y aquí, salvo en ese mencionado cortometraje del principio, ni rastro.
Grupo Salvaje siempre podrá presumir de su posición al lado de las grandes obras del western de los 60, junto con Hasta que llegó su hora (de sombra alargada) o Dos hombres y un destino. Se da la circunstancia de que precisamente con ese nombre en inglés –The Wild Bunch- fueron conocidos Butch Cassidy y Sundance Kid, y de ahí adoptó el nombre la película. Ni punto de comparación, claro. No por simpáticos fueron menos fieros Paul Newman y Robert Redford, con una personalidad arrolladora mucho mayor que las decenas que se juntan arremolinadas al final de Grupo Salvaje. Para nosotros, Peckinpah no conseguiría su mayor umbral de violencia y personalidad hasta Perros de paja (1971), sin necesidad de coreografías a caballo, simbologías opacas y minutado sobrante.