En posición fetal, sobre el suelo, y completamente desolado. Así se quedó el personaje de Cristoph Waltz, Alan Cowan, después de que su mujer, Nancy (Kate Winslet) le arruinara la Blackberry a la que estaba completamente enganchado. La secuencia ‘ocurría’ en la fabulosa encerrona de ficción con la que Roman Polanski vuelve a atraparnos (Un dios salvaje). Nancy le acababa de cortar a su marido el cordón umbilical que le unía al mundo en el que se sentía un tipo importante, un amo del universo con el poder de salvar de la quema la imagen de una gran compañía farmacéutica en apuros. Aislado del exterior, el cínico abogado Cowan, que “habla sin tapujos porque no tiene tiempo para indulgencias” (en palabras del actor sobre su personaje) se muestra vulnerable y a la intemperie, a merced de las otras tres fieras salvajes con las que comparte habitación, borrachera y catarsis, pero por poco tiempo. Lo de Cristoph Waltz, definitivamente, son los contrastes.
Waltz es un actor de los de antes o de los de siempre, no en vano pertenece a la tercera generación de una familia de trabajadores del mundo del espectáculo. Es un actor de los que considera que la interpretación es un oficio que exige dedicación, y mucha, pero en horario laboral, porque luego al personaje hay que dejarlo convenientemente colgado en el perchero antes de entrar en casa. Sigue la escuela del gran Sir Laurence Olivier quien, según cuenta la leyenda, con exquisita educación y fina ironía le aconsejaba a Dustin Hoffman, seguidor a ultranza del Método, que dejara de intentar convertirse en su personaje y se limitara a interpretar (ocurrió durante el rodaje de Marathon Mann). Para nuestro atractivo vienés es un “mito que tengas que permanecer en el personaje todo el rato”: “no creo que tengas que amar a un personaje, lo que sí necesitas es tener conocimiento de cómo hacerlo funcionar”. Una ingeniería artística que, desde luego, domina a la perfección.
Y es así porque Waltz es uno de esos raros milagros que se producen, de vez en cuando, ante las cámaras. Posee el poder de fascinación que ejercen los intérpretes con verdadero carisma, con una facilidad asombrosa para llevarnos por diferentes estados emocionales, para hacernos simpatizar y, al mismo tiempo, odiar a un buen villano, para compartir junto a él, las ganas de desenmascarar al hipócrita impostor con complejo de culpa universal. También es una apuesta segura para darle enjundia artística a personajes que no hay por dónde cogerlos.
Christoph Waltz forjó su carrera en el teatro y en la televisión alemanes y en seguida se granjeó la fama de actor solvente, con el tiempo, brillante. Tarantino le sacó del encasillamiento fronterizo de sus interpretaciones y le presentó al ‘Cazador de Judíos’, al coronel Hans Landa, de Malditos Bastardos, su pasaporte a la fama planetaria. Tarantino quedó completamente asombrado tras la prueba de rodaje que le hizo, había encontrado el alma de su película de nazis, incendiaria y justiciera. Había dado con un tipo con talento y con cuatro idiomas, todo un lujo en el Hollywood de nuestros tiempos. De este modo, Malditos Bastardos abre el telón con un homenaje al ‘espagueti western’, un marco originalísimo y perfecto para que Waltz comience a desplegar su repertorio de artista virtuoso. Landa se presenta como un señor encantador hasta la extenuación, de maneras suaves, cordial, con ramalazos compulsivos, redicho hasta la exasperación, frío en medio de la aparente campechanía y, sobre todo, “consciente de las proezas del ser humano cuando pierde la dignidad”. Sin abandonar las formas, tan sólo con un ligero endurecimiento del gesto, da rienda suelta, al poco tiempo, a la bestia más retorcidamente educada de la historia del cine. En definitiva, y ante su presencia, hemos asistido a 15 minutos de auténtica y exquisita tortura, con los que el coronel logra tirar de la lengua al granjero francés que delata a la familia de judíos que oculta bajo su cabaña.
A partir de Malditos Bastardos le llovieron los premios: Cannes, los Oscar, los Globos de Oro, los Bafta… Multitud de reconocimientos tras los que ha disfrutado de las mieles de Hollywood aupado en una serie de personajes en cintas comerciales de mayor o menor calado. Así, le hemos podido ver en la adaptación de la fantasía hecha viñeta, The Green Hornet (Michel Gondry, 2011), y encarnar al mismísimo Cardenal Richelieu en Los tres mosqueteros (Paul W. S. Anderson, 2011), versión estrambótica y tridimensional, de las hazañas gestadas por Dumas. También sorprendió cuando decidió renunciar al papel de Freud (fue a parar a Viggo Mortensen) en Un método peligroso (David Cronenberg) para acercarse con convicción al alcohólico y tirano August en la insulsa Agua para elefantes (Francis Lawrence, 2011).¿Respondía a un compromiso previo, caprichos del éxito? Quién sabe.
Mientras disfrutamos de su fantástica interpretación en la cinta de Polanski, las últimas noticias le sitúan, en estos momentos, entrando en el territorio del spaguetti wersten. El género que Tarantino se ha empeñado en desempolvar y para ello emprende viaje junto a Waltz y un buen número de estrellas de primera (DiCaprio, Samuel L. Jackson, Jamie Foxx…). Christoph Waltz está encantado. Su papel será el de un cazarrecompensas europeo que enseñará a un esclavo, que logra liberarse de su patrono, el “arte del asesinato”. Otro bombón para este vienés que, afortunadamente, nunca logró superar “ese periodo narcisista de la adolescencia” que le empujó a ser actor.
Internet está plagado de montajes que homenajean al personaje más emblemático de Christoph Waltz, Hans Landa (Malditos Bastardos). Os dejamos con uno de los que más nos han gustado; como telón de fondo, una estupenda versión de Sympathy for the devil, de los Rolling Stones.
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El gran Landa. Aún no he visto la de Polaski, pero qué buen gusto teneis!
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Pues a verla, pues a verla, Marta. El gusto desde luego es lo nuestro. Aquí no se homenajea a cualquiera, eh? Un saludo!
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