‘Gattaca’, de Andrew Niccol. ‘Tiranía de la genética’ vs ‘La perfección es la carga’

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LA TIRANÍA DE LA GENÉTICA

“Nada está escrito”, ni siquiera aquello que dictan nuestros genes. Esa es al menos la certeza que deja tras de sí esta elegante y triste película concebida y dirigida por Andrew Niccol en los años 90. Un film que imagina un futuro donde la mayor parte de los seres humanos son seleccionados cuando son embriones con el fin de crear hombres y mujeres sobradamente dotados para vivir sin la amenaza de las enfermedades y con todos los ases en la manga para lograr el éxito. Es precisamente en este mundo sin sorpresas, habitado por “machos y hembras alfa”, donde existen unos pocos seres humanos concebidos de forma natural. Entre ellos, el protagonista de la película, Vincent, un joven miope, con el corazón enfermo, que sueña con formar parte de una misión espacial rumbo a Titán a la que sólo pueden acceder los especímenes físicamente mejor dotados. Intentará lograr su objetivo de la mano de Jerome Morrow, uno de estos seres privilegiados para quien, sin embargo, su destino pasó de largo por su existencia.

Esta película es un hermoso canto a la vida con sus luces y sus sombras que huye del determinismo genético para dejarnos su moraleja: todo es posible si se sueña muy fuerte. La voluntad sin distracciones del hombre, su capacidad para elegir y responsabilizarse de sus decisiones son el motor que le permite alcanzar cualquier meta que se proponga. Pero Gattaca no es una de esas simples historias de superación tan gastadas en el imaginario de Hollywood, tampoco es una simple heredera de magistrales referentes literarios como Un mundo feliz (Aldous Huxley) porque su argumento conmueve de una manera menos ambiciosa, más esquemática, si se quiere.

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Es una cinta de culto por múltiples razones. Ahí están las formidables interpretaciones de Ethan Hawke (esa mirada firme y derrotada; esa desesperación a la hora de negarse, de raspar hasta la última célula que le menciona) y de Jude Law (qué bien se mete el británico en la piel de personajes cínicos y amargados). También su puesta en escena sin grandes despliegues tecnológicos, apoyándose más bien en el escenario clásico de la dramaturgia y, en especial, en una banda sonora melancólica, de las que se quedan en la memoria del cinéfilo, compuesta por el siempre interesante Michael Nyman.

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Disección: ‘Metrópolis’, de Fritz Lang. ‘La máquina genética del cine’

Metrópolis

LA MÁQUINA GENÉTICA DEL CINE

PANORÁMICA: 1927. Mientras el mundo se contagia del optimismo caduco de los “felices años veinte”, comienza una revolución histórica en Nicaragua de la mano de Augusto César Sandino cuando tropas norteamericanas invaden el país con la excusa de proteger a sus diplomáticos. Mueren 386 personas en el hundimiento del transatlántico italiano “Principessa Mafalda” frente a las costas brasileñas. Nacen el escritor Gabriel García Márquez, Premio Nobel en 1982, y el novelista y dramaturgo Günter Grass. En Estados Unidos se estrena El cantor de jazz, primera película con sonido directo de la historia del cine, que se convierte en un éxito de taquilla.

EL MEOLLO: Año 2026. En una ciudad-estado llamada Metrópolis los humanos se dividen de forma extremadamente segregada entre poderosos y trabajadores. Estos últimos viven en una urbe subterránea donde trabajan sin descanso para cubrir todas las necesidades de los que disfrutan de sus privilegios en la superficie, con los que tienen prohibido cualquier tipo de contacto, funcionando así el mundo conforme a una distopía llevada al límite. Reina sobre esta barbarie el todopoderoso Joh Fredersen (Alfred Abel), gobernador de la ciudad, que parece controlar todo perfectamente hasta que su propio hijo Freder (Gustav Frölich), asiduo de la inopia de los ricos, conoce por casualidad a María (Brigitte Helm),  una mujer que lucha de forma pacífica y persuasiva por la causa de los trabajadores, y a la que decide seguir hasta las catacumbas urbanas. Allí es testigo de la desgraciada existencia del proletariado y decide unirse a ellos. Sin embargo, su padre, tras conocer estos hechos recurre a la ayuda de un científico, quien fabrica un robot capaz de asumir la forma física de cualquier humano, con el que el magnate-gobernador sustituirá a María y alentará los disturbios de los obreros, teniendo así una excusa para lanzar una represión violenta contra ellos. Los deseos ocultos del científico y la resistencia de María y Freder a su destino se interponen en el desenlace de esta asombrosa pieza clave del expresionismo alemán, que todavía hoy sigue generando todo tipo de hipótesis sobre su mensaje. Colgada de las teorías básicas del marxismo, y de la entonces reciente revolución rusa, reivindicada después por el nacionalsocialismo de Hitler, plagada de filosofía visual hasta su último fotograma, cumbre del expresionismo alemán, plenamente actual, mutilada y luego restaurada, Metrópolis es una de esas grandes obras maestras, una apología social épica e irrepetible que Fritz Lang regaló a un planeta de espectadores aún sin entrenar en tales aventuras, y sin las que la historia del cine, y más aún la ciencia-ficción (después del Viaje a la Luna de George Méliès), no podría comprenderse.

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DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Su nombre siempre aparece en grande en cualquier enciclopedia física o virtual sobre el séptimo arte, y no hay amante del cine que no lo haya nombrado en alguna ocasión para dejar clara la gran puerta que este cineasta revolucionario abrió, poco después de George Méliès, a la mayoría de las influencias posteriores en todo tipo de géneros. Trotamundos, prácticamente autodidacta y poco dado a los manuales de uso de las corrientes convencionales de aquella época, Fritz Lang nació en Viena pero desarrolló la mayor parte de su trabajo cinematográfico en Alemania y Estados Unidos. Tras pasar por varias escuelas ténicas e intentar aprender varios oficios, dedicó buena parte de su juventud a visitar medio planeta, pero su vocación última fue esquiva durante muchos años. Sucedió después de resultar herido durante la Primera Guerra Mundial (se alistó para luchar con el ejército autro-húngaro, del que acabó decepcionado) cuando comenzaría a escribir sus primeros guiones para el cine. Durante su convalecencia hospitalaria conoció al cineasta alemán Joe May quien le contrató para la emergente Universum Film AG (UFA). No tardó en darse cuenta de una necesidad de independencia que le llevaría a nacionalizarse alemán y comenzar a trabajar como director en Hallblut (1919) y Las arañas (Die Spinnen, 1920), ambas con una buena, aunque tímida, acogida por parte del público.

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Su ascenso a lo más alto coincidió con la eclosión del cine en Alemania tras la contienda mundial, una corriente básicamente folletinesca y esperpéntica, adornada con seres de otro mundo (“histeria y desesperación”, diría Lang), con la que se trataba de lavar los males de una sociedad castigada y humillada tras la derrota del país. El cineasta recogió esos elementos y con ayuda de su segunda mujer, la escritora Thea von Harbou elevó el tono de sus películas con Las tres luces (1921) o Dr. Mabuse, el jugador (1922) creando uno de los villanos cinematográficos más logrados de la época. En estas historias asomaron la nariz los pilares del expresionismo germánico, con alucinaciones, decorados deformados y fantasmas, elementos que se convertirían en la principal atracción de Los Nibelungos (Sigfrido y La Venganza de Crimilda, 1924), Metrópolis (1927, basada en una novela de su esposa) y, ya con sonido directo una de sus mejores películas, M, el vampiro de Düsseldorf (1931). El ministro alemán de propaganda Joseph Goebbels le propuso dirigir la UFA en 1932 pero su desacuerdo con el régimen nazi le llevó a huir a París, pese a tener recién estrenada El testamento del Dr. Mabuse, y posteriormente a Estados Unidos. En Hollywood tardó en conseguir algo de reconocimiento y aunque rodó algunas maravillas como Furia (1936), Los sobornados (1953) o Mientras Nueva York duerme (1956), su sometimiento a las rígidas normas de la Metro Goldwyn Mayer terminó por socavar su talento. Este motivo, junto a su manifiesta crítica social y al acoso del Comité sobre Actividades Antiamericanas, le llevaron a viajar a la República Federal Alemana en los años cincuenta para rodar, entre otras, su última película, Los crímenes del Dr. Mabuse (1960), que finalizaba la trilogía de este personaje. Murió en Los Ángeles en 1976, reconocido finalmente en todo el mundo como visionario y figura omnipresente por parte de todos los realizadores que después comenzaron a reivindicar sus códigos, su lenguaje y su visión deformada, y a la vez realista, del mundo.

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