Es lo que tiene la Biblia, sobre todo el Antiguo Testamento. Que te lías, te lías, y ya no sabes lo que estás leyendo. Eso si eres una persona normal. Pero es que si además eres Darren Aronofsky, ese cineasta que desgarra cada emoción humana hasta ponerla al límite del trastorno, el resultado de tal lectura puede ser o una bomba de relojería de dimensiones descontroladas, o el desconcierto más absoluto. O las dos cosas, que es el caso de Noé, una superproducción que se nos ha ido adelantando con cuentagotas milimetradas antes de su estreno, y en la que el realizador estadounidense ha decidido montarse una orgía de géneros, desde la ciencia-ficción hasta el drama telefílmico, a cual más soporífero.
El principal defecto es que desde el principio ya sabíamos que no funcionaría. Convertir la antigua Pangea, cuando los hombres no entendían de civilizaciones y se movían básicamente por instintos nómadas y animales, en una especie de Tierra Media donde hay minerales con poderes mágicos y una estirpe de Vigilantes que parecen primos hermanos de los ents de Peter Jackson y Tolkien, no es el mejor punto de partida para asentarnos en un argumento que descarrila cuando los malos empiezan a matar sin ton ni son o cuando el primer animal que vemos es una especie de ornitorrinco-zorro con escamas.