DESMONTANDO UN SIGLO DE CINE
En 1994 se podía pensar que más o menos estaba todo hecho en las salas de cine. A medio cocinar, pero hecho por fuera, lo suficientemente vistoso como para decir “vale, como, compro”. Después de los festivos ochenta, la década de los 90 no deparaba grandes sorpresas para los amantes del séptimo arte. En España apuntábamos maneras con un nuevo cine social, pero en el mundo, el invento de los Lumiere estaba a punto de cumplir un siglo de vida, y le renovábamos el contrato, más por lo conocido que por expectativas. Pero ese año el ya curtidito en batallas preliminares, Quentin Tarantino, puso a dos amantes a atracar a mano armada una cafetería y lo cambió todo.
Casi un siglo de cine y Quentin viene a enseñarnos algo. Que cuatro historias más simples que el mecanismo de un columpio pueden aderezarse como para tener los ojos abiertos a la fuerza durante 148 minutos. Vincent y Jules debatiendo sobre el cuarto de libra, un versículo de Ezequiel para preparar al ajusticiado, unos balazos con intervención divina de por medio, sangre decolorada, lecciones de moral del señor Wallace, un mal viaje de la mejor Uma Thurman de toda su carrera, un buen baile aristogático, un poco de sodomía bicolor, un tarado tan inquietante como futurista, una novia estúpida y sin barriga, un boxeador cuyo nombre no significa un carajo y un divorcio inminente que el Señor Lobo evitará a toda costa.
Tarantino creó el guión sobre estas historias de Roger Avary, y después nos las contó para que tuviera sentido el contárnoslas y no caer en un surrealismo descontextualizado. Si no fuera así, ¿para qué? Montaje de mínimos, pero eficaz.
La marca de identidad, universal además: los diálogos de la lógica. Si yo digo pie, ¿por qué me das codo? Silogismos de la mafia culta, que piensa, razona y considera inapelable su propio código ético. Pero, ¿quién no ha estirado nunca hasta el infinito una discusión sobre una canción, sobre una postura sexual o sobre un sueño?
No olvidamos lo mejor, lo que define el gran cine. La cinta gana con el tiempo cuando no pretende tal objetivo. Es de una frescura y sinceridad que te destapona los oídos y te quita los nubarrones de la vista siempre que se incrusta en el DVD. Todavía no sabemos qué significa que una película sea “de culto”, pero sí sabemos que nos despeinó, nos sacó de la casita rosa, nos caló los zapatos y nos hizo toser.
Algo después, Christopher Nolan parió Memento en una sucesión de cajas chinas infinitas y apuró la técnica del ‘thriller rompecabezas’ como un buen diseccionador. Pero fue con Quentin con quien muchos supimos que ya la realidad era lo suficientemente lineal como para que nos la plantaran en pantalla de la misma manera. Que sigan viniendo a desmontarla, que nosotros no sabemos, no nos atrevemos y seguimos esperando.
¿Nos quedamos con el baile, verdad?
NO HAY NADA EN EL MALETÍN DE MARSELLUS
No culpamos al pobre Tarantino si tuvo un mal sueño y quiso hacernos partícipes de ello. Pensó que era nuestro amigo, que le abriríamos los brazos y le entenderíamos y no se equivocó. El mundo le acogió como un pobre demonio loco después de estrenar Pulp Fiction. Pero algunos sabíamos que solo quería echarnos en cara lo mal que lo habíamos entendido todo, en el cine, hasta ese momento. Y fuimos lo suficientemente lúcidos como para darnos cuenta de que la paja es paja, y lo que relucía eran estrellitas sin fuste.
Coger cuentecillos de drogatas “super-fashion”, mujeres florero de ojos entrecerrados y zumbados que hablan con un chip de quita y pon, y desordenarlos. Y el mundo alucinando en colores. Como si se hubieran metido la misma mierda que Travolta saca a Uma con una inyección en el corazón. Un primer plano de un pico de heroína elevado a los altares como si no existiera Easy Rider o Drugstore Cowboy para enseñarnos a bajar a los infiernos. Y la música, claro, la música. Debe ser dificilísimo coger nuestras canciones favoritas y ponérselas a una peli. De manual.
No le culpamos, no. Pero no cuela. La velocidad de tacos por minuto (o por conversación) no es equiparable al buen cine. Y los personajes memorables, carismáticos o inolvidables, necesitan buenas historias, o al menos historias que no se justifiquen con el rojo glamouroso de la sangre o el blanco cetrino de la heroína. Para eso, mejor un documental de los bajos fondos, con negros de piel y de conciencia, que hablen de su madre y de sus zapatillas, y no de lo bien que se está en Amsterdam. Y encima descolocado, por si acaso nos dábamos cuenta. Tarantino parece incluso saberlo cuando sale su alter ego desesperado por el divorcio y no por un tener un cadáver sin cabeza en su garaje. Su doble moral es su doble juego. Y con nosotros, perdió.
No se doblega, sin embargo, ante la simbología de la nada. Nos enseña un maletín con algo dentro que reluce mucho, pero que no se ve. Ahí parece hasta lúcido y metafórico con su propia obra. No hay nada en ese maletín. Nada visible, nada que nos haga estirar la mano para tocarlo o el cuello para mirar.
Desde Reservoir Dogs, Quentin siempre nos arroja al fondo del maletero de un coche. Primero nos enseña lo que ve, luego nos amenaza, nos pega, y tras rompernos los dientes y sin ni siquiera hacer un par de agujeros con su pistola de niño bien, nos encierra para siempre y nos deja sin aire, deseando que alguien nos saque de ahí, para cantarle las cuarenta de Ezequiel.
Recitemos a Ezequiel y matemos al monstruo:
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