Disección: ‘El crepúsculo de los dioses’, de Billy Wilder. ‘Por las alturas de una gloria perdida’

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POR LAS ALTURAS DE UNA GLORIA PERDIDA

PANORÁMICA: 1950. El año despierta sorprendido por una pesadilla. El senador republicano estadounidense Joseph McCarthy despliega una hoja de papel donde dice que pueden encontrarse 205 nombres de personas que pertenecen al Partido Comunista y, además, al Departamento de Estado. Es el inicio de la denominada ‘Caza de brujas’, un estado de psicosis colectiva que llega a cobrarse un buen número de ‘víctimas’ entre los que se encontraban periodistas, funcionarios del gobierno, militares y gente del cine. Gentes que o bien perdían el empleo y quedaban condenados al ostracismo profesional o llegaban a la desesperación y se quitaban de en medio. En mayo, otra Declaración, esta vez francesa y constructiva, pone las bases de la Unión Europea. La ‘Declaración Schuman’ presentaba el proyecto de una Europa organizada y pacificada. También en el viejo continente germina otro discurso bienintencionado, la Declaración de los Derechos Humanos que había sido elaborada por la Asamblea General de Naciones Unidas. En Asia, el paralelo 38 (Corea del Sur) es invadido por tropas norcoreanas. El presidente norteamericano, Truman, anuncia que los EEUU no mirarán a otro lado ante este desafío y comienza la Guerra de Corea. Y en Israel, otra vez la palabra se hace destino para un pueblo. En esta ocasión, el judío, ya que el parlamento sionista aprueba la Ley del Retorno. Concede residencia y ciudadanía a todos los judíos que, desde cualquier parte del mundo, decidan regresar a lo que consideran su ‘tierra prometida’.

piscina

EL MEOLLO: La cámara se acerca al bordillo de una acera que señala un lugar mítico de Hollywood: Sunset Boulevard (el título original de la película), el corazón residencial de la meca del cine. Allí, en una gran mansión aparece el cadáver de un hombre en la piscina, sacado en uno de los contrapicados más magistrales del cine. Es Joe Gillis (William Holden), un escritor de guiones cuya voz en off, en una fórmula revolucionaria en ese momento, comienza a narrar los hechos que llevaron a su propio asesinato. Seis meses antes, Gillis, escritorzuelo endeudado y sin éxito que pulula por los estudios de la Paramount de los años 50, da con sus huesos en una enorme y ostentosa mansión de la famosa calle, huyendo desesperado de unos prestamistas. Allí conoce a Norma Desmond (Gloria Swanson) una antigua actriz del cine mudo que vive encerrada con su criado Max (Erich von Stroheim) y que sueña con regresar a la gran pantalla, ajena a la realidad de un mundo que se ha transformado y ha olvidado a sus viejas glorias cinematográficas. La mítica actriz, trastornada y apasionada, consigue convencer a Gillis a través de dinero y chantajes emocionales para que escriba junto a ella el guion de su regreso, estableciéndose entre ambos una destructiva relación de la que el escritor no sabrá cómo zafarse, asqueado y conmovido a partes iguales por la sombra de la diva que fue. Billy Wilder inauguró la década de los 50 con esta obra maestra en la que se atrevió a hacer una crítica de la parte inhumana del cine cuando este apenas había empezado a conocerse a sí mismo. Refrescando los métodos narrativos y del ‘flashback’ que él mismo fraguó en Perdición y llenando de guiños y cameos su oda a la época muda, el cineasta dejó para la historia este triste relato de talentos frustrados, dioses caídos y reinas olvidadas. Hasta Robert Aldrich una década después con ¿Qué fue de Baby Jane? nadie conseguiría un relato tan fresco, cruel y conmovedor sobre la cara oscura de la fama.

DETRÁS DE LA CÁMARAS:  Por primera vez repetimos director en una disección. En marzo de 2011, con motivo de nuestra radiografía de Con faldas y a lo loco, realizamos el perfil de uno de los mejores cineastas de todos los tiempos, que ahora volvemos a repetir:

wilderEn 1934, Dios llegó a Hollywood y no sólo hizo la luz sino que la proyectó sobre fotogramas creando, a partir de ella, magia, genio y oficio en películas inolvidables. Hablamos de Billy Wilder, el genial cineasta de origen austriaco, cuando “el exilio no fue idea suya, sino de Hitler”. Wilder es el autor de la mejor película de cine negro de la historia del cine (Perdición), de la crónica más desgarradora pergeñada para descender hacia los infiernos del alcohol (Días sin huella) y de la comedia que encontró la alquimia perfecta entre lo agrio y lo dulce en El apartamento, cimentado en un prodigio de guión. Y qué decir de Irma la dulce, aunque “esa es otra historia”. En El crepúsculo de los dioses nos brindó la mejor de sus creaciones para burlarse de las miserias de Hollywood y de la fama, para ser cruel, elegante y regalarnos algunas de las secuencias más fascinantes del séptimo arte. Todo ello narrado por un cadáver, de vuelta de todo, que se ríe de su propia suerte.

Y es que el austriaco tenía un sexto sentido prodigioso que se llamaba sarcasmo. Una intuición, casi visceral, para la narración cinematográfica a través de la cual lograba hacerse con la comedia de una manera inteligente, con diálogos amargamente divertidos que unas veces concebía en soledad y otras, en buena compañía (junto a los guionistas Brackett y I.A.L. Diamond). Además, hizo gala de una astuta psicología para meter en vereda los talentos caprichosos e indomables de ciertas estrellas. En Con faldas y a lo loco, se las tuvo que ver con la mismísima Marilyn Monroe, pero se lo tomó con calma, pues ya se había parapetado tras un guión fabuloso e hilarante, escrito junto a Diamond y cómicos de sobrado talento.

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Homenaje: Lauren Bacall. ‘El misterio de una voz rota’

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El sarcasmo se le escapaba de su voz grave, embriagadora, como de mala vida. Una voz rota que hacía juego con su mirada de gata y con una seguridad equívoca que paseaba en sus personajes, aquellos con los que llenaba la gran pantalla. Lauren Bacall sabía que era una leyenda y se fue en agosto de este año dejando tras de sí ese rastro de inmortalidad que pocos animales cinematográficos han sabido abandonar, tan vivamente, en la memoria de generaciones de espectadores asombrados.

Son muchos los que han celebrado su belleza, quizás demasiado sofisticada para todos los gustos, pero no todos recuerdan que fue una actriz con paciencia y un talento inconmensurable. Y es que de sus féminas noir, arrogantes e inteligentes, pasó a llevar con dignidad interpretativa ciertos melodramas mediocres y, además, resurgir de manera irresistible en las comedias, allá por los años 50. El teatro le dio el prestigio en los 60 y 70, que le resultó un tanto esquivo en el cine y, en los últimos años de su vida supo conquistar a cineastas que tenían algo que decir a nuevos y malcriados espectadores.

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Bacall fue descubierta por Howard Hawks en la portada de la revista Harper’s Bazar. Y el cineasta lo tuvo claro. Aquella extraña belleza, que no terminaba de superar la timidez, le intrigó sobremanera. Quiso conocerla y dicen que se quedó algo decepcionado porque se encontró con una joven de voz nasal y chillona. El director le obligó a leer en voz alta como terapia para hacer más interesantes sus cuerdas vocales y al poco tiempo a la voz le nació la “gravedad”. Así que consiguió su primer papel en Tener y no tener, donde Bacall conoció a Humphrey Bogart. Ella tenía 19 años y él 43. Cuentan que ‘La Flaca’ se sentía tan intimidada por el tipo duro que no se atrevía a despegar la cabeza del cuerpo por lo que la mirada se le quedaba medio entornada. Aquel acto reflejo de novata se convirtió en todo un  hallazgo visual que sigue enamorando a generaciones de espectadores  y, ya de paso, por aquel entonces, a su compañero de reparto. La tensión sexual entre ambos se apoderó de una producción brillante y el duelo de personajes que se retan,  a través de diálogos y miradas, se repitió en la obra maestra, por antonomasia, del cine negro, El sueño eterno (1946, Howard Hawks).

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En plano fijo: recorrido por los cameos de Alfred Hitchcock

theacademy:

Alfred Hitchcock was a complicated and brilliant director with a unique sense of humor. Something that he loved doing was making cameos in his films. Here is a small collection of just a few of his uncredited appearances.

Colección de cameos de Alfred Hitchcock en algunas de sus películas.

‘Eva al desnudo’, de Joseph L. Mankiewicz: ‘De dioses, advenedizos y brillantes diálogos’ vs ‘Cría cuervos y se atreverán a triunfar’

DE DIOSES, ADVENEDIZOS Y BRILLANTES DIÁLOGOS
“Aunque no existiera nada más, está el aplauso. He oído entre bastidores aplaudir al público. Es como oleadas de amor que pasan sobre las candilejas y la envuelven a una. Imagine que cada noche, cientos de personas distintas te quieren, te sonríen, les brillan los ojos. Sí, eso no se paga con nada”. Eva Harrington (Anne Baxter) dixit.
 
Eva es un ser hambriento, seguramente herido, que disimula el vacío de su existencia con una ambición mundana: ser primera dama de la escena norteamericana. El teatro es su religión y el ansia de éxito, su coartada para dar rienda suelta a su naturaleza y convertirse en una de las arpías más inquietantes de la historia del cine. Eva Harrington es la protagonista de una de las películas más perfectas que hemos tenido el placer de disfrutar, una y otra vez, con el ansia sistemática de un adicto. Hablamos de Eva al Desnudo. Es la invención de un genio, Joseph L. Mankiewicz (dirección y guión), basada en una historia de Mary Orr que fue publicada en la revista Cosmopolitan, y que hasta no hace muchos años figuraba como el filme con más nominaciones a los Oscar de la Historia (14 es la cifra). En concreto, hasta que el Titanic se hundiera a bordo de una ‘taquillera-superproducción’, momento en el que se equipararon ambas películas evidenciando las diferencias de criterio de académicos de distintas épocas.
 
Y es que, sin desmerecer la cinta de Cameron, a Eva al desnudo “sólo” le hizo falta para estar en lo más alto un par de interpretaciones fascinantes (Bette Davis / George Sanders) y un guión que ronda la perfección, donde las escenas encajan al milímetro gracias al mecanismo preciso de unos diálogos brillantes, cínicos, sin vuelta atrás y que nos conducen, con el vaivén de una montaña rusa, por las emociones frágiles de las gentes del teatro. Así, descubrimos el principal talento de Eva: ser capaz de viajar por los egos cebados de artistas de diversa índole dejando huella con halagos estudiados, una devoción afectada y con el disfraz de personaje trágico de opereta. Entre sus víctimas, el retrato más logrado, el de Margo Channing (Bette Davis), una diva que la acoge entre su ‘servidumbre’, una primera dama del teatro en el presunto ocaso de su vida artística. Soberbia, egocéntrica, ahogada en sus propias inseguridades, ‘la Channing’ acabará buscando la redención en la piel de una mujer cotidiana. Entre sus aliados circunstanciales, contará con el sin par Addison DeWitt (George Sanders), un crítico teatral de mordacidad implacable que no es “el bufón de nadie”, aunque sí la perdición de todo aquel que sea objeto de su columna crítica. Los buenos retratos que confeccionó Mankiewicz nos dejan otras dos perlas magníficas: la estupenda presencia de Birdie (Thelma Ritter, secundaria de lujo en muchos filmes inmortales) y el paso cimbreante de Miss Casswell, una jovencita Marilyn Monroe que comienza a balbucear un personaje que poco después perfeccionaría (en Los caballeros las prefieren rubias o Cómo casarse con un millonario).
 
La película atrapa desde el minuto cero de metraje, con esa presentación de personajes, tan deslumbrantemente irónica, que se hace durante la entrega de premios donde Eva Harrington será homenajeada como mejor actriz de la temporada. Hay una voz en off, la de Addison DeWitt, que retrata, a golpe de cinismo, el reparto que protagonizará la historia que se nos va a contar. Mientras DeWitt nos deja sin aliento en una sucesión de frases chispeantes, paseamos por los rostros de los personajes, pura expresividad, entre la contención y la sobreactuación, pero en cualquier caso siempre contando que han sido víctimas colaterales del huracán de talento, ambición y sensualidad que les acaba de arrasar. Dos lecturas y toda una sinfonía de matices, descripciones, rumores y confesiones puestas en escena de forma prodigiosa y en escasos minutos.
 
Eva al desnudo es, además y en nuestra memoria, el recuerdo de una interpretación inolvidable. A Bette Davis nunca la hemos visto tan frágil dentro de su coraza, tan tierna sin perder su indómita independencia, tan impredecible, a pesar de su naturaleza vehemente. La actriz es capaz de componer un fabuloso y complejo mosaico de actitudes, gestos y presencias diferentes ante la cámara, sin apenas despeinarse. Y qué decir de Sanders, único del reparto que se llevó el Óscar a la estantería (también estuvieron nominadas Anne Baxter, Bette Davis y Thelma Ritter), más comedido, gélido e inquietante en su perfecta interpretación, según cánones de la vieja escuela británica.
 
Para finalizar, queremos ponerle un ‘pero’ a nuestra película, por aquello de dejar un mal sabor de boca. A pesar de su bella factura, hemos de decir que nos sobra el epílogo porque nos resulta un tanto simplón, no está a la altura del resto del metraje. Nos referimos a la secuencia en que Eva conoce a otra depredadora, una joven con el mismo afán de éxito que tuvo ella. Dicen que la culpa de este falso apéndice la tuvo el Código Hays que por aquel entonces censuraba los finales donde los villanos se salían con la suya y no recibían su correspondiente castigo. Nos gusta pensar que fue así porque, por supuesto, Eva, con toda su singularidad, no era sino una muchacha más, una de tantas, que sueña con devorar a sus dioses para encontrarle un hueco a su anodina vida. Después de todo, ésto parece ser lo único que hemos llegado a saber con certeza de Eva, su ‘pecado original’

Margo Channing en la frase más lapidaria de la película:

 

CRÍA CUERVOS Y SE ATREVERÁN A TRIUNFAR

Cómo disfrutaban los que dirigían el Star System sabiendo que en los años de oro, en la edad madura y creciente del cine, los diálogos frenéticos, rápidos, llenos de consignas fabricadas, con personajes que sabían recitarlas de memoria, habían acabado para siempre con el drama que sale después de la alzada del telón. Y precisamente por eso, cómo agotaron los últimos cartuchos del género dramático sobre el escenario, cuando precisamente el teatro había quedado relegado a una élite que vivía en su propio mundo, alejada del ruido, admirando un talento solo destinado a unos pocos. Eva al desnudo representa el intento (solo el intento) de aprovechar estos recursos ya conocidos del teatro en el cine, solo que con la mala mano de no conseguir eclipsarnos con el brillo de recetas cuyos ingredientes no son bien mezclados y llevan oscuras intenciones, dando lugar a un pastiche de genios escuchándose a sí mismos.

El polifacético Joseph L. Mankiewicz tuvo muy clara esta regla de tres desde el principio, y no tardó en condimentar un relato, basado en una historia real ya novelada, y coger de la mano al todopoderoso Darryl F. Zanuck, cuando los productores aparecían en los títulos de crédito en caracteres más grandes que los directores, para dirigir este ascenso en el mundo del teatro de un pobre corderillo que de buenas a primeras resulta ser una tigresa de garras afiladas, la malvada de las malvadas.
Y es indudable que desde el principio, Eva al desnudo olía a éxito. La lobezna Bette Davis compartiendo cartel con el salomónico George Sanders y nuestra Nefertari preferida, Anne Baxter, en la escalada de una, primero desvalida pero luego maquiavélica, estrella, no parecía indicar otra cosa. Pero un imperdonable inconveniente es que esta película transcurre entre diálogos de taller de cine, donde la cámara apenas se mueve y algunas palabras suenan falsas, exaltadas o cursilonas. Con exteriores pobres tirando a cutres (y pensar que después Mankiewicz alumbró Cleopatra…), actitudes incomprensibles y gestos excesivamente teatrales (no sabemos si involuntarios o no). Como una mal dirigida obra de teatro pero desde el cine. No creemos que los Óscar sean la prueba irrefutable de nada pero no podemos por menos que coincidir con la Academia en esta ocasión, ya que de los seis galardones que obtuvo, prácticamente ninguno fue de interpretación, pese a su reluciente elenco.
Si tales desmanes hubieran estado puestos al servicio de una crítica destructora de clichés, reverencias haríamos, pero resulta que Mankiewicz al final solo consiguió transmitir la reafirmación de aquello que supuestamente criticaba: una sociedad megalómana formada por actores, escritores, directores y críticos, cuyo engranaje a base de amiguismos y absurdas lealtades parece justificar en cada secuencia, considerando una traición imperdonable que un autor teatral amigo tuyo no te dé un papel o que un crítico con el que coincides en fiestas te haga una mala reseña. Tan mal le salió la acusación, que halaga y ensalza este micromundo.
Incluso perdonables serían también tales desbarres técnicos, de dirección y de intenciones, si no fuera por lo peor de todo, que se une a la defensa de la endogamia teatral: nuestra falta de identificación con la supuestamente agraviada Margo Channing (Bette Davis). Parece que quieren decirnos que tenemos que tener cuidadito con quién metemos en nuestra vida y acogemos en nuestro seno, porque ya se sabe, te puede sacar los ojos, y sin embargo, por aquí solo entendemos que Eva Harrington (Anne Baxter) trepa sin miramientos por escaleras que han sido puestas para ella, y criada como cuervo y viendo cómo funciona el mundo en que se ha metido, intenta mostrar lo que vale y enseña a su benefactora cómo es realmente bajarse del pedestal de plata. Bienvenida al mundo real, señora de la interpretación metida entre bambalinas y con conflictos de edad. Seguro que ni la Davis, lista como ninguna, se creyó esta historia y que rabió de envidia cuando ese mismo año Billy Wilder sí que se atrevió a morder la mano que le daba de comer e hizo un demoledor retrato de estrellas apagadas en El crepúsculo de los dioses, con una portentosa Gloria Swanson.
El caso es que en la historia que nos ocupa, al final, la que nos venden como ambiciosa y malvada Eva, vivirá castigada por lo que ha hecho. Y el grupúsculo de actrices, autores, directores y productores teatrales seguirá su camino alegremente, una vez que la mala de la película, el cuervo que criaste, el que se atrevió a querer triunfar, ha sido castigado y puede poner su gran trofeo en el lugar que antes ocupaba su corazón. Qué bonito. Pues moralinas las justas, la verdad. Que, como decíamos, el cine ya andaba madurito en 1950 y estamos seguros de que tampoco entonces, como ahora, existía un código de buenas damas para penalizar a quien trepa en el mundo del séptimo arte. Eva triunfa pero es chantajeada por haber tenido una vida oculta, con un romance adúltero (oh, sacrilegio) y algunas medias verdades. Queda desnudada con una sentencia que no comprendemos y que por tanto, apelamos.

Para terminar, unas anécdotas muy curiosas sobre la película:

 

‘El tercer hombre’, de Carol Reed: ‘La muerte es solo un contratiempo’ vs ‘El mal enterrado ciudadano Lime’

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LA MUERTE ES SOLO UN CONTRATIEMPO
 
Ella avanza con la mirada en el suelo y el paso decidido. A su alrededor, las hojas de los árboles caen con indiferencia. Aunque protagoniza la escena, la contemplamos lejana; más cerca de nosotros, Holly Martins, apoyado en un viejo carromato, la observa; de vez en cuando, desvía la cabeza. La cámara está fija y la alameda es larga. En concreto, mide casi dos minutos y medio de metraje. Pero la bella y distante Anna Schmidt sigue su camino manteniendo su rostro hierático. Pasa de largo, un último gesto de crueldad inevitable, sin prestar la más mínima atención a su enamorado, quien no espera gran cosa de su insistencia, pues es un romántico insufrible que permanece allí. Por si acaso, nuestra protagonista se pierde en un primer plano y Martins, sin moverse de su sitio, enciende un cigarrillo. El humo del pitillo nos ofrece el fundido a negro.
 
Eltercerhombre
Cuentan que Carol Reed, director británico de El tercer hombre, y Graham Greene, guionista del filme y grande de la literatura universal, mantuvieron encendidas disputas porque no se ponían de acuerdo con el final de la película. En la novela previa que Greene siempre se veía obligado a escribir antes de abordar un guión cinematográfico, la muchacha coge del brazo a Martins mientras desaparecen de la vista del narrador. Una concesión a la esperanza, un desenlace ambiguo, demasiado cínico, que no casaba con la visión de un cineasta empeñado en no dar tregua a una historia de amor que nunca existió o que, sencillamente, fue de otro. Sin embargo, y a pesar de contener el desenlace más perfecto jamás contado, Greene tenía razón, su historia era tan cínica como la Europa que sobrevivía al impacto de la Segunda Guerra Mundial, el escenario de esta película.
 
Dejarse llevar por esta película, la más grande del cine británico, es sumergirse en una historia brillante, ágil, llena de personajes desencantados que frecuentan una Viena amenazadora donde siempre hay alguien observando de manera inquietante detrás de una ventana, o acechando mientras se fuma un cigarrillo a la vuelta de la esquina, o escudriñando una escena mientras se deja una conversación en el aire. La atmósfera lograda es única, con calles frecuentadas por potentes claroscuros y atrapadas en encuadres al bies (herencia del expresionismo alemán), que pierden el equilibrio cada vez que se avecina un momento de tensión emocional o de suspense policiaco.
 
Y de repente se hace la luz mientras un gato delator ronronea a los pies de Harry Lime, nuestro Orson Welles, al que descubrimos bien avanzada la película. Con la sonrisa aviesa, la mirada firme, desenvuelta en un gesto de sorna, Welles hace acto de presencia para estamparse en la memoria de los espectadores de todos los tiempos. Tan sólo permanece 15 minutos en pantalla para darle rostro y figura al brillante y cínico Lime; sin embargo, su presencia se apodera de todo el metraje. Cuentan que su influencia fue más allá de su interpretación y que bien pudo estar detrás de la creación de numerosos hallazgos hechos escena. Sospechamos o tenemos la certeza de que Welles fue el artífice del poder de fascinación que ofrece un momento clave de la película: la persecución por las cloacas. Un dédalo de calles siniestras con sombras que corren sin avanzar, como en una pesadilla; una Torre de Babel tumbada bajo tierra, atestada de voces de policías, que chillan en diferentes idiomas y cuyos propietarios permanecen ocultos sin conseguir atrapar a Lime; un camino tortuoso, el del antihéroe hacia su destino, quien aunque comienza a encajar su final, no puede evitar retorcerse como una alimaña buscando una salida. El instinto de supervivencia manda.
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El tercer hombre es la historia de una amistad traicionada, la de dos personas opuestas. Una de ellas, Harry, villano por un puñado de dólares, salvajemente cruel aunque fascinante y carismático; la otra, Martins, un tipo que no tiene donde caerse muerto, un ingenuo sin remisión, “honrado, sensible y sobrio”, pero con tantos principios que se le confunde el entendimiento para acabar clavándole el puñal a su mejor amigo. La imagen de un mediocre perdedor que, sin embargo, nos libera en pantalla de la presencia cautivadora, pero siempre molesta del genio.
 
Harry Lime u Orson Welles… o quizás el Tercer Hombre, aunque agoniza, se queda con la chica y el botín. La fascinación eterna del espectador. Pero rindamos también un homenaje a la acertada mirada cínica de Greene: independientemente de que la chica se vaya o no con el tipo íntegro, el pobre Lime acaba criando malvas. Y es que como dijo el bueno de Crabbin, ese señor despistado que dirige un club de pseudointelectuales en la película, la muerte era tan solo un “contratiempo”.
 
Welles y sus conclusiones, en acción:
 
 
EL MAL ENTERRADO CIUDADANO LIME
 
Hay cosas que en 1949, ecuador de los años dorados del cine, les permitían a casi todos los directores de cine afamados. Y más si hacías cine negro. No hablamos, claro está, de Carol Reed, el ¿director? de esta cinta, que no era precisamente un recoge-premios, o no lo sería hasta veinte años después. Nos referimos a Orson Welles, el señor Lime, la sombra chinesca más destacada de esta película, el poder agazapado, la sonrisa siniestra que hizo creer a todo el mundo que esta aventura británica la firmaba quien la firmaba. A saber por qué, que no nos creemos las teorías oficiales del miedo al fracaso, que ahí estaba de nuevo Joseph Cotten haciendo de hombre-conciencia.
 
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Perdonaban, como decíamos, que se desenterraran patrones de conducta, personajes revividos para el recuerdo. Welles no fue una excepción y le permitieron que mal enterrara a Charles Foster Kane y que lo resucitara ocho años después para convertirle en un villano que trafica con penicilina adulterada en la Viena de posguerra, con planos cinematográficos idénticos a su aventura anterior. Aunque hoy sería impensable tal autoplagio, hasta ahí bien, pero considerar este cliché de técnica superlativa como una obra maestra del cine, teniendo como teníamos un pack de diez con Ciudadano Kane, nos lleva a una reflexión: ¿tres más tres siempre son seis? En el arte, no.
 
Los planos retorcidos, la música repetitiva y anacrónica de Anton Karas, el guión encajonado (por mucho Graham Greene que sobrevolara) y actores rendidos al movimiento cameral, no nos sumaron seis. Primero, la guitarra chiflada que suena cuando menos te lo esperas, con sus acordes machacones e incoherentemente alegres en mitad de un entierro, de un accidente, o de una escena dramática, haciéndonos dudar: ¿estamos viendo un thriller o el paso de una diligencia loca? Segundo, que bajo este ritmillo carente de tensión, aparecen además personajes estereotipados malos-malos o buenos-buenos, cuya frialdad se intenta paliar con primeros planos estáticos y en ocasiones desencajados, que de tanto abuso pierden su efecto primario. Tercero, alcantarillas interminables (hasta el hastío) y plano secuencia final (estático, cómo no, sin riesgos) para que valoremos el metraje.
 
Nos nos creemos esa sociedad de posguerra en general, y esos personajes que entran y desaparecen sin sentido, en particular. La señorita Schmidt tiene tales cambios de humor que roza la esquizofrenia, si bien es la que más destaca en ese sentido, puesto que el resto del elenco es lineal. Por no hablar de lo previsible que resulta cada una de las escenas. De hecho, íbamos a avisar de spoiler en alguno de nuestros comentarios. Y no, no hace falta, que en cada escena existe un espacio de antelación en que se sabe lo que va a pasar.
 
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No nos rendimos tampoco a la primera escena en que aparece Harry Lime, la supuesta “mejor presentación de un personaje de la historia del cine”. O nos estamos perdiendo algo o parece un anuncio publicitario de colonia de hombre. Y no es un símil anacrónico. O peor, parece que después de que un foco enorme alumbre esa sonrisa torcida, nuestro resucitado se va a poner un sombrero de copa y va a marcarse un baile con Ginger Rogers. En realidad, solo viene a confirmar ese deje teatral a lo Sarah Bernhardt con el que fluyen las palabras acartonadas de todos los personajes. Un plano que es un fin en sí mismo; y ésto, ya casi en los 50 y estando quien estaba olfateando el resultado, no es para aplaudir precisamente. Se acabó el indulto al cine negro porque sí.
 
Así que arriesgándonos a ser non gratos para los puristas, le decimos al Sr. Welles lo que le dice Holly Martins al Mayor Calloway: “No necesitamos su whisky”. Nos quedamos con el enigma de Rosebud y durmiendo en Xanadú para siempre, que ahí sí que nos salieron las cuentas de la perfecta obra maestra. O mejor, Mr. Lime, que usted mismo lo dice dando vueltas en la noria: “Los muertos están mejor que nosotros”. ¿A qué tanta resurrección? Deje morir en paz.
 
Un foco sobre el resucitado y comienza el anuncio de colonia.