Visionado: ‘Calvary’, de John Michael McDonagh. ‘Un dios que no comprende todo’

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cuatro estrellas

La película abre con el plano fijo de un confesionario. En penumbra, para que los pecados puedan salir con discreción. En la imagen sólo vemos a un sacerdote. Al otro lado, fuera de plano, se escucha una voz que puede ser de cualquiera, aunque el cura sabe que tiene un nombre. “Probé semen, por primera vez, a los siete años de edad”, se oye. En seguida, el ‘pecador’ confiesa haber sido violado de manera sistemática por otro sacerdote. El dolor que asoma por el rostro del padre James Lavelle (inmenso Brenda Gleeson) es amargo. La tragedia le suena demasiado. Pero el hombre sigue con su relato y acaba despidiéndose dejando un desafío en el aire: “Le mataré porque es usted inocente”. Y le da una fecha, lo hará el próximo domingo.

El arranque de Calvary es demoledor. Impactante, pero también temerario, nos dice mucho del espectáculo ante el que estamos a punto de rendirnos sin condiciones. Porque Calvary es una película ante la que es muy difícil pasar de largo. Resulta desoladora sin dejar de mostrar un gusto peligroso por el humor negro y sórdido. Y es una rareza dentro de la cartelera, entre otras razones, porque cuenta con algunos de los diálogos más brillantes que se han dejado escuchar en los últimos tiempos.

El sacerdote tiene siete días para dejar las cosas en orden, cerrar una conversación con su hija, que siempre parece quedar pendiente, e intentar ayudar a algunos de los habitantes de la aldea irlandesa donde está su parroquia. El espectador, además, tiene dos horas para descubrir quién está detrás de la amenaza. Un interrogante que pronto queda en un segundo plano ante el patético espectáculo que comienza a desarrollarse. Y es que el calvario del sacerdote no anda muy lejos, porque supone recorrer los infiernos que encierran las almas de los habitantes del pueblo. Feligreses que nunca tiraron de Fe, precisamente, para ‘tomarle las medidas’ a su dolor, como diría John Lennon.

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Visionado: ‘Ida’, de Pawel Pawlikowski. ‘Despertar a la verdad’

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cuatro estrellas

Una pulcredad en blanco y negro, satinada de nieve y silencio monacal, aclara la vista del espectador en el arranque de Ida, película polaca nominada al Oscar en la categoría de habla no inglesa y uno de los fenómenos cinematográficos del año, premiada en los festivales de Gijón, Londres y Toronto, entre otros. La rutina de Anna (Agata Trzebuchowska), novicia en un convento polaco en 1962, inunda la curiosidad de aquel que sepa ver en los ojos de su protagonista todo un mundo por descubrir, apenas asomado bajo una capa de castidad, disciplina, obediencia y devoción cristiana en sus ropajes de monja casi a punto de tomar los votos.

Ese mundo se verá transformado, muy a su pesar, por la visita que realiza a su tía antes de entregarse al dios de sus rezos. Conoce así a una mujer alcoholizada de vida bohemia (Agata Kulesza), jueza de profesión, investigadora de los crímenes nazis de la Segunda Guerra Mundial, con una desastrosa vida personal, quien irónica y aparentemente descastada le cuenta un secreto familiar totalmente inesperado para la novicia, y que comienza con el descubrimiento de su origen judío y de su verdadero nombre: Ida. Ambas deciden entonces investigar el paradero de los padres de la joven, arrancando el viaje iniciático de su protagonista, plasmada en fotogramas hechos lienzo, como si de la visita a una gran pinacoteca se tratara.

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Visionado: ‘Magical Girl’, de Carlos Vermut. ‘Pasional estrategia, gélido resultado’

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tres estrellas

La cámara estática durante la mayor parte del metraje es una de las características de esta casi obra pictórica del historietista y cineasta madrileño Carlos Vermut. Dice mucho de la impresión final que causa en el espectador. Trasladando su trípode entre tres personajes principales enredados por obra y gracia de un mismo acontecimiento, Magical Girl cuenta la historia de un hombre (Luis Bermejo) dispuesto a cualquier cosa por cumplir el sueño de su hija enferma (debutante Lucía Pollán), marcándose un objetivo temerario que arrastrará consigo a una mujer con problemas mentales (Bárbara Lennie) y a un anciano profesor con un pasado carcelario (José Sacristán). Dentro de planos fijos y gélidos, el trío se reparte con ecuanimidad su protagonismo en la estructura narrativa, dando lugar a un puzzle interesante y nada convencional sobre el amor, la enfermedad y las relaciones humanas en la sociedad contemporánea.

El joven Vermut compone una carrera de relevos interpretativos a cámara lenta donde intenta impregnar de honestidad la personalidad cinematográfica de sus criaturas, buscando que respiremos algo de su particular pseudo-realismo y nos olvidemos de su pasado ‘friquimalista’. Lo consigue en buena parte con una dirección de actores absolutamente magistral, donde Sacristán y Lennie (sin duda la mejor de la película) brillan en cada fotograma, gracias a los ropajes de simbolismo con que el cineasta los engalana a base de miradas, heridas, puertas misteriosas, varitas mágicas, cicatrices, intimidades y tenebrosidades.

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