EN BRAZOS DE LA BONDAD
PANORÁMICA: 1997. Nace la oveja Dolly en las proximidades de Edimburgo, el primer mamífero clonado traído a este mundo gracias a los avances de las investigaciones de un equipo de científicos británicos. Ante el miedo a lo desconocido, Europa reacciona suscribiendo el Convenio para la protección de los Derechos Humanos con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, donde se expresa, categóricamente, la prohibición de clonar seres humanos. Mientras tanto, en la Isla, el laborista Tony Blair barre a los conservadores de John Major y al otro lado del Atlántico, otra innovación desafía al ser humano; en concreto, ante un tablero de ajedrez: el ordenador de IBM Deep Blue derrota al mejor jugador de todos los tiempos, Gary Kasparov. Fue también el año en el que murieron personajes mediáticos tan queridos, admirados y lejanos entre sí como la madre Teresa de Calcuta, la princesa Diana de Gales y Jacques Yves Cousteau. Además, el año tuvo una cosecha dispar, cinematográficamente hablando. Se estrenaron títulos taquilleros y complacientes de la talla de Titanic, Mejor… imposible o La vida es bella. Aunque también pudimos disfrutar de hallazgos como Martín (Hache) o Abre los ojos.
EL MEOLLO: Rafa (Antonio Resines) es un carnicero que una noche, al regresar de recoger su mercancía, salva a Marina (Maribel Verdú) de la paliza que le está propinando en plena calle Daniel (Jordi Mollá). Al ver que ella no tiene dónde ir y tras enterarse de que está embarazada y comprobar su desamparo, decide acogerla bajo su techo. Ella, una mujer tuerta, maltratada y asustada, se deja cuidar y decide entregarse a la bondad de su salvador, un hombre herido, mutilado y bondadoso al que llena la vida de alegría y llega a amar por encima de casi todo. Solo de casi todo. Al pasar los años, la vida pondrá a prueba a la pareja cuando Daniel, herido por una paliza tras salir de la cárcel, llama a la puerta de ambos para pedir ayuda. Comienza así una historia de soledades cruzadas, una situación casi imposible de compasiones humanas, una explosión de sentimientos desgarradores. Marina enganchada a dos formas de amar a las que no encuentra salida. Rafa movido por su caridad cristiana y atenazado por la ternura de aquello que nunca llegó a conocer. Daniel superviviente de todas sus desgracias, alguien a quien “nunca nada nadie” ha querido, un pobre desgraciado disfrazado de orgullo y chulería, condenado al fracaso. Ganadora de cinco Premios Goya en 1997, esta historia fue casi el testamento cinematográfico de su director Ricardo Franco, a quien acompañó en el guion la cineasta y ex ministra de Cultura, Ángeles González Sinde. Basada en hechos reales, un suceso que apenas tuvo cabida mediática, Franco alumbró uno de los dramas más duros, íntimos y desgarradores del cine español, una historia sin concesiones sobre las buenas acciones y los delgados límites del amor, de las convenciones y de la bondad elevada al infinito.
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Fue uno de los cineastas españoles que junto a Luis García, Berlanga, Juan Antonio Bardem y Carlos Saura mejor simbolizaron el compromiso de la cultura cinematográfica española contra la ya agonizante dictadura franquista. Ricardo Franco nació en Madrid en 1949 y tras terminar el Bachillerato inició varias carreras que acabarían haciendo aguas. No estaba hecho para los libros y apuntaba maneras con su interés por la fotografía. Sobrino del realizador “maldito” Jesús Franco y primo de los escritores Javier y Julián Marías, su interés por el cine quedó latente cuando entró a formar parte de la denominada Escuela de Argüelles. Se trataba de un grupo jóvenes realizadores madrileños entre los cuales encontró el apoyo suficiente para sacar adelante su primer cortometraje, Gospel, el monstruo (1969). Fue un año después cuando comenzó a adquirir cierta notoriedad tras el rodaje de su primer largometraje, El desastre de Annual, que nunca llegó a exhibirse tras sufrir una inapelable censura por “motivos políticos”. Sin embargo, con ello despertó el interés de ciertos productores y pudo alumbrar algunos cortometrajes experimentales que llegaron a las manos del productor guipuzcoano Elías Querejeta, uno de los mayores cazatalentos de nuestro cine. Él le dio la oportunidad y los medios para rodar la adaptación cinematográfica de La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela, que se estrenó en 1975 con el nombre de Pascual Duarte. El premio que recibió su protagonista, el actor José Luis García Gómez, en el Festival de Cannes hizo que su compromiso con la narración cruda y realista se hiciera más firme conforme pasaban los años.
Repitió con éxito su buena entrada en el festival francés cuando la curiosa historia de Los restos del naufragio (1977), que él mismo protagonizó junto a Fernando Fernán Gómez, fue seleccionada para la sección oficial. Desde entonces decidió ahondar en el drama y en las pasiones humanas con una dirección limpia y honesta que impregnó algunas de sus mejores películas y también sus numerosas colaboraciones televisivas como La mujer de tu vida, La huella del crimen y Crónicas del mal. En 1994, el documental Después de tantos años, continuación de El desencanto, retrato cinematográfico de la familia Panero que Jaime Chávarri realizó en 1976, recibió una mención especial de Cannes, confirmando su proyección internacional. Con La buena estrella, Ricardo Franco, ya bastante aquejado de algunos problemas de vista (la peor enfermedad para un cineasta), alcanzó la cumbre de su carrera. Realizó una de las obras maestras del cine español y luchó contra sí mismo para sacar adelante su siguiente proyecto, Lágrimas negras (también escribiendo el guion con Ángeles González Sinde). Murió de un infarto en pleno rodaje y la película fue terminada por el cineasta Fernando Bauluz, que falleció también unos años después.
PRIMER PLANO
ANTONIO RESINES: Al buen hombre le colgaron el sambenito de tipo cotidiano. Pero Antonio Resines (cántabro, campechano y actor accidental) no es de los que se dejan encasillar. No tan fácilmente, aunque comenzara, a mediados de los 80, interpretando papeles de señor corriente, marido o ex, en algunas ocasiones, de mujeres de armas tomar como Verónica Forqué, Carmen Maura, Ana Belén. Eran los tiempos de Sé infiel y no mires con quién, La vida alegre o Cómo ser mujer y no morir en el intento. Pero su historia comenzó un poco antes. Cuando se tropezó con la profesión casi sin darse cuenta. Como él mismo ha contado, en más de una ocasión, fue compañero de curso de Fernando Trueba en Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. Cinéfilos apasionados, comenzaron a practicar el Séptimo Arte rodando unos cortos experimentales hasta que lograron sacar adelante un largo, Ópera Prima. Fue el comienzo de una larga y exitosa carrera para ambos. Una carrera que para Resines tomó altura precisamente con La buena estrella, de Ricardo Franco, donde apuró hasta las últimas consecuencias la piel de un tipo con buena madera. Solitario, castrado, cornudo, pero un héroe, de nuevo cotidiano. Un buen hombre incapaz de ver sufrir a las personas sin buena estrella. Ganó por ella un Goya. Luego vendrían títulos como Carreteras secundarias (de Emilio Martínez Lázaro) o El tiempo de la felicidad donde siguió transitando personajes en conflicto con sus familias hasta que llegó su reencuentro con Trueba en La niña de tus ojos. En ella, hacía de director de cine que vuela a Berlín con su equipo, invitado por Joseph Goebbels, para rodar en los estudios de la UFA una película con sabor andaluz. La de Trueba era una cinta de guión muy bien humorado con su punto agridulce y en el que Resines supo desenvolverse como pez en el agua. En 2001 vendría otro de sus grandes papeles de la mano del gran Enrique Urbizu. En La caja 507 estuvo inmenso como el oficinista de un banco que se sobrepone a su destino tras sufrir un atraco, pero para ajustar cuentas por la muerte de su hija. Mientras tanto, la televisión, medio en el que había trabajado anteriormente, le proporcionó una fama desmedida gracias a su papel de Diego, el padre eternamente desconcertado de Los Serrano. Pero no por ello dejó de lado el cine. El oro de Moscú, Otros días vendrán, La dama boba o Fuga de cerebros fueron algunas de las producciones en las que participó. Y aún nos brindaría otra genial interpretación, la de Utrilla, el sádico funcionario de prisiones que acaba convirtiéndose en una víctima de la justicia cocinada al calor de la violencia y la camaradería de un motín en Celda 211, de Daniel Monzón.
MARIBEL VERDÚ: Intensa, pero sin postureo. Lo suyo es la pasión en la que se le transparenta el arte cuando se entromete en la piel de sus personajes. Sin artificios, con la verdad por delante, una perfecta dicción y una mirada asombrada. Maribel Verdú comenzó en el mundo de la publicidad con su imagen, colgada en un cartel, como dios la trajo al mundo. Y es que muy pocos detuvieron su mirada en el conjunto lencero que se suponía que debía promocionar. Tenía 13 años y un precoz erotismo en la mirada. Algo que no pasó inadvertido para uno de sus principales valedores en esto del cine, Vicente Aranda. La fichó para protagonizar El crimen del capitán Sánchez que se pasó por la televisión. De la mano de Montxo Armendáriz tuvo su primer gran reto, protagonizar a una drogadicta en 27 horas. Después, ya le hicimos un hueco en nuestra memoria gracias a películas populares como la estupenda La estanquera de Vallecas, de Eloy de la Iglesia y El año de las Luces, de Fernando Trueba. Más tarde, Aranda acudió a su encuentro para regalarle el que quizás fue uno de sus personajes más bellos y desafiantes: Trini, la muchacha dulce, pero nunca ingenua, que se deja morir de amor por su indeciso Paco. La película se llamaba Amantes. Fue el punto de partida para que muchos tomaran en serio a Maribel y comenzaron a lloverle los ‘pretendientes’. Ni más ni menos que algunos de los mejores directores de este país y del otro lado del Atlántico. José Luis Garci contó con ella en Canción de cuna, Bigas Luna la hizo retorcerse de placer en Huevos de oro y una vez más, Trueba le ofreció un bombón al incorporarla a Belle Époque, de la mano de la sensual y veleta Rocío. Azote de un novio tan carlista como republicano o lo que hiciera falta. Cuando era una estupenda treintañera, Alfonso Cuarón se la llevó a México para rodar Y tu mamá también donde encarnó a la española Luisa Cortés que se dio el ‘gran viaje’ en compañía de dos jóvenes con hambre de vida. Después, vendría uno de sus mejores papeles, el de la indómita Mercedes de El laberinto del Fauno, rebelde y con causa. La película y su interpretación tuvieron tanto éxito internacional, que Maribel Verdú entró a formar parte de la Academia de Hollywood. La buena estrella le ofreció una de sus múltiples nominaciones al Goya, galardón que no llegaría a recoger hasta Siete mesas de billar francés, de Gracia Querejeta. En Los girasoles ciegos fue una sufridora esposa de un republicano y en Tetro tocó el cielo porque tuvo la oportunidad de ponerse a las órdenes de “Dios”, en versión cineasta. Léase Francis Ford Coppola. La actriz, incombustible, todavía nos reservaría otra obra maestra, su perversa encarnación del mal al dar vida a la madrastra de Blancanieves, versión de Pablo Berger. Soberbia, muda, en blanco y negro y con mantilla.
JORDI MOLLÁ: Escribe, actúa, dirige, pinta…. Es un artista de cuidado y una especie de hombre del Renacimiento con más instinto y entrañas que vocación medida. “Intento ser plural y no tomarme en serio muchas cosas”. Por eso, si le da el punto, Jordi Mollá le pone voz al personaje de un videojuego o se deja querer por Hollywood donde borda a los perversos, a los que brinda la violencia vulnerable de su mirada. A caballo entre el azul y el verde. La misma que se nos quedó en la memoria hace tiempo, allá por Jamón, Jamón. Cuando a muchos nos cautivó la sinceridad que desprendía aquel niño pijo, enamorado sin remisión, que no lograba interponerse en la pasión ibérica de Javier Bardem y Penélope Cruz. Aquel niño de papá (llorica, cansino, inmenso) nos descubrió a un gran actor. Tras su debut en la película de Bigas Luna, comenzaría una carrera imparable. Nos impactó, por ejemplo, la fragilidad de su personaje en Historias del Kronen, la libertad cautiva de su maestro en Son de mar, su inquietante presencia en Nadie conoce a nadie o en GAL, donde se tropezó con el destino del policía controvertido José Amedo (en la película se escondía bajo el apellido de Ariza). En Segunda piel (Gerardo Vera) encarnó a Alberto, un hombre felizmente casado cuyo matrimonio se desmorona al enamorarse locamente de un médico desenfadado y con la pinta de Javier Bardem. En El Cónsul de Sodoma se enfrentó a un reto fascinante, pero cargado de polémica: devolverle la vida al poeta Gil de Biedma. El actor ha trabajado con directores de primera línea, algunos de ellos, procedentes de otras industrias cinematográficas extranjeras, como el fabuloso Peter Greenaway, con quien participó en Las Maletas de Tulse Luper, de Ted Demme, bajo cuya batuta ofreció otro de sus malvados en Blow o con Roland Joffé, en Encontrarás Dragones. Ha trabajado incluso para un artífice de blockbusters como Michael Bay, en Bad Boys II, donde ‘se calzó’ la neurosis de Johnny Tapia, un narco cubano que controlaba el mercado de estupefacientes. Mollá también ha dirigido varias películas interesantes como 88 o No somos nadie.
CONTRAPICADO: Hoy en día todavía no sabemos si esas imágenes del matadero con que arrancan los títulos de crédito de La buena estrella fueron una metáfora intencionada de Franco, un adelanto del despedazamiento sentimental que sufriríamos como espectadores. Porque resulta casi imposible encontrar en nuestra memoria una historia que 18 años después siga produciendo el nudo en la propia existencia que desata este relato a tres bandas. Ni el paso del tiempo ni las nuevas tecnologías ni la transformación de las relaciones sociales han hecho mella en algo que nunca cambia, que son las emociones más primarias y pasionales, las que nos hacen humanos. La película es un recorrido por ese mapa sentimental, y poco necesita de artificios, de planos engolados, para derretirnos las durezas. Tampoco es nada fácil componer un drama sobre tres personalidades tan diferentes como las que caracterizan a sus protagonistas, cuyos destinos, curiosamente, van a parar al mismo sentido trágico-vitalista de la vida. El momento fue determinante, porque a favor del casting jugó el estado de gracia de Resines, Verdú y Mollá, irrepetibles en sus interpretaciones y culpables de que, salvo la música, prestemos poca o ninguna atención a otros elementos técnicos, enterrados bajo el derroche dramático de su triste historia.
PICADO: La buena estrella es una película conmovedora, bella, pausada, triste. Pero quizás hubiera sido una obra maestra si no hubiera perdido pie en algunos aspectos. Los tres protagonistas son personajes que rondan demasiado la marginalidad, cada uno de ellos, en su propio universo de carencias afectivas, miserias o incapacidades varias. Están demasiado marcados por su destino. Y es precisamente esa tragedia tan dickensiana la que, de vez en cuando, nos aparta emocionalmente de la narración. Resulta demasiado increíble dentro de su propia ficción. Es precisamente el personaje bisagra de la película, Marina, el que, además, traiciona su propia naturaleza y es que su evolución resulta un tanto radical. En unos años, apenas queda rastro de la muchacha arrastrada, asustadiza y analfabeta del hospicio. La ‘Tuerta’ tapa su ojo roto con una lentilla, pero con ella, adquiere también mucha clase, perfecciona su dicción y deja de ir a ‘restauranes’. Por eso también extraña aún más que, de repente, sin ningún tipo de detonante que nos explicara una decisión tan categórica, decida marcharse y abandonar al ‘Manso’ y a su hija para correr detrás de Daniel. Son fallos de guión o quizás mutilaciones del montaje que dejan que desear en una película, por lo demás, magistral.
SIMBIOSIS SONORA: Es probablemente el cuarto protagonista de la película y se pasea por cada una de las secuencias como una extensión naturalista de los personajes. La compositora Eva Gancedo fue la encargada de componer toda la partitura, de un piano y dos violines, y que suena en los momentos álgidos de la historia, casi de forma subliminal y tremendamente sugestiva, medida de forma magistral en el montaje y que en ningún momento precipita aquello que debemos sentir. Gancedo, ganadora también del Goya por las notas musicales con las que adornó esta película, aunque por entonces desarrollaba parte de su trabajo, sus estudios sobre música y sus composiciones en el extranjero, volvió a repetir con Franco en la póstuma Lágrimas negras con otro trabajo igual de intimista y atrayente, demostrando ser un talento a descubrir en el panorama muchas veces elitista y achaparrado de las bandas sonoras en el cine español.
OJO AL DATO: La buena estrella funde a negro su final para plasmar la dedicatoria de su director “al doctor Del Río Herrmann y a todos los que cuidaron de mis ojos en el Instituto Oftalmológico de Madrid”. Franco ya sufría por entonces de severos problemas de vista y quiso rodearse de un equipo de dirección artística y de fotografía experimentado y que le ayudara. Los médicos que le trataban también cumplieron un trabajo fundamental. No fue un rodaje fácil y le supuso un gran desgaste de salud. De hecho, cuando recogió el premio como Mejor Director en la gala de los Premios Goya, Franco se mostró especialmente emocionado y casi no encontró palabras para agradecer a todos los que hicieron posible la película, ya que ese año no era una de las favoritas en la carrera por los “cabezones”. La película supuso igualmente la consagración de Antonio Resines como uno de los mejores actores de su generación, quien dedicó igualmente palabras muy emotivas al aclamado director. Pese a todo ello, creemos que se trata de un filme poco recordado o reivindicado, y desde aquí queremos aportar nuestro granito de arena por rescatarlo del olvido de toda una generación.
RETRATO DEL HÉROE: ¿Por qué hace alguien lo que hace? Entre las miles de causas y variables que pueden llevar a alguien a comportarse de una u otra forma hay una que es incontestable. La esgrime Rafa cuando le preguntan por sus actos de bondad, fuera de toda lógica: “Porque no me queda más remedio”, afirma. Eso consigue hacernos entender esta película. Que Rafa es un hombre resignado, triste y solo, a quien le sirven en bandeja una nueva vida, inimaginable para cualquiera con sus lastres, pero no exenta de peajes. Y los paga todos. Paga con impotencia y miedo el abrazo simple y sensual de Marina. Paga con fingida indolencia la llegada de Daniel. Paga con resignación las consecuencias de sus buenas acciones, su tutelaje de seres perdidos por culpa de una miserable infancia. No le queda más remedio. Es eso o la nada más absoluta. Y ante el vacío que ya conoce, porque lo ha vivido gran parte su vida, prefiere cargar a sus espaldas de hombre íntegro y honesto lo que el destino le haya preparado. Su gran gesto es la salvación de todos, el que permite que se cuiden unos a otros, el héroe por accidente. La gente buena, la buena gente. Esa es la buena estrella de la vida de cada mortal.
A continuación, la secuencia que marca el punto de inflexión de la película. Seguidamente, la pieza instrumental de Eva Gancedo que suena en la mayor parte del metraje: