Visionado: ‘El Hobbit: La desolación de Smaug’, de Peter Jackson: ‘La inspiración desbocada’

 
tres estrellas
 
“Toda gran historia merece ser adornada”. Peter Jackson dejó que esta frase de Gandalf extraída de El Hobbit de J. R. R. Tolkien dejara claro desde los primeros minutos de Un viaje inesperado, la primera entrega de esta nueva trilogía, que lo que pretendía hacer con la precuela de El Señor de los Anillos era algo más que una adaptación. Fue su gran justificación, una excusa que apenas nos importó hace un año cuando los enanos de Erebor emprendieron su viaje junto al hobbit Bilbo Bolsón para recuperar el Reino bajo la Montaña. Sabíamos que la base no era más que un cuento infantil que merecía ser madurado y aderezado para llegar al gran público, cuyo listón era ya prácticamente inalcanzable tras seguir años antes las aventuras del anillo.
 
Pero en La desolación de Smaug ya no hay una historia “basada en”. Las andanzas de estos pequeños personajes han saltado todas las fronteras de la narración original para dejarse llevar por una inspiración totalmente desbocada, donde apenas reconocemos la literatura, y donde el director australiano genera tres historias paralelas que, aunque respiran mínimamente por los Apéndices de Tolkien, son prácticamente inventadas. Es muy curioso, porque pese a haber introducido más elementos pasionales, carece del alma y emoción de la primera entrega.
 
Entendemos que merezca la pena aprovechar a ese grande entre los grandes que es Sir Ian McKellen y no limitarse a hacerlo desaparecer sin más como sucede en el libro. Y qué mejor que darle al personaje de Gandalf la misma proyección que tendría décadas después y ponerlo a investigar el resurgimiento de las fuerzas oscuras en la Tierra Media. Otra cosa es que hubiera bastado con insinuarnos su inminente peligro y no mostrarnos ya a un Sauron sacado de la chistera de la nigromancia. No hacía falta. siempre fue una historia independiente y con suficientes elementos autónomos como para respirar por sí misma.
 
Por eso lo que podemos tolerar y comprender en el caso del Mago Gris no cuela con el resto de los adornos, en forma de elfos y orcos. De repente Legolas (Orlando Bloom) aparece incrustado para consuelo de sus fans, y con un manejo de la espada y del arte ninja del que decide no hacer gala 60 años después. Y como todos sabemos del poco apego de Tolkien a los personajes femeninos, con calzador aparece la elfa Tauriel (la “perdida” Evangeline Lilly) para generar una precuela individual de la Arwen de Rivendel y protagonizar una historia de amor interracial que resulta impostada, lamentable e innecesaria.
 
Esto unido a las manadas de orcos de diseño y al libertinaje ejercido sobre el guion -la separación de los enanos, el desaprovechamiento del misterioso personaje de Beorn, el protagonismo incomprensible de Bardo, el absurdo rol de Stephen Fry como gobernador de la Ciudad del Lago, o el empobrecimiento espiritual de Thorin Escudo de Roble- hacen que al final el pobre Bilbo, que es el mejor personaje de todos (magnífico sin reservas Martin Freeman), resulte en la segunda mitad casi un pelele. Al final, esa sensación desaparece en la mejor escena de la película: su encuentro con Smaug, un gran logro de Jackson que nos deja entre conmocionados y maravillados. Porque el dragón es una de las mejores creaciones que se han hecho en el género fantástico, sin matices.
 
Y es que pese a todo, no podemos dejar de reconocer que la película es apabullante y rabiosamente entretenida. Los elementos de acción y aventura prácticamente no dan tregua, y pese al autoplagio que Jackson se empeña en ejercer, su pulso a la hora de desatar la imaginación no parece tener límites y en escenas como las de la huida en los barriles entendemos por qué de vez en cuando es tan necesario dejarse atrapar por la magia. Nos queda Partida y regreso, la tercera entrega, para poder hacer un diagnóstico global de esta revisión de la vida en la Tierra Media, y confiamos en acabar comprendiendo entonces por qué fue tan imprescindible cada huida alocada de la historia original.


Disección: ‘Eduardo Manostijeras’, de Tim Burton: ‘El sueño de un Frankenstein eterno’

 
EL SUEÑO DE UN FRANKENSTEIN ETERNO
 
PANORÁMICA: 1990. El mundo asistía a un nuevo amanecer de acontecimientos históricos. Lo que no era poco. Así, mientras la Torre de Pisa se cerraba al público, por primera vez en 800 años, por peligro de desplome, el Telescopio Espacial Hubble, con una resolución diez veces superior a la de cualquier tecnología terrestre de la época, se lanzaba sin grandes contemplaciones al espacio para intentar desentrañar la edad del Universo. En Sudáfrica, por su parte, se liberaba al recientemente fallecido Nelson Mandela, héroe de la lucha pacífica contra el Apartheid, tras 27 años de prisión y desobediencia reivindicativa. En el continente viejo, mientras tanto, Alemania del Este y del Oeste se unían tras 45 años de Guerra Fría que supieron alimentar el ingenio y las fantasías de cineastas y escritores durante muchas décadas. Y en Inglaterra, la ‘aislacionista’ primera ministra británica, Margaret Thatcher, se dio cuenta de que le había llegado la hora del retiro en un momento en el que la Isla comenzaba a unirse al Continente, bajo el Canal de la Mancha, gracias a una prodigiosa obra de ingeniería. Un vínculo sin precedentes desde la Edad del Hielo. En el Este, sin embargo, soplaban vientos de secesión o más bien de liberalización del dominio de Moscú, pues Lituania se convirtió en la primera república soviética independiente de la URSS. Al otro lado del Atlántico, Chile también respiró su libertad. Se dio carpetazo definitivo a la dramática dictadura de Augusto Pinochet.
 
 
EL MEOLLO: Érase una vez una anciana en una cama contando un cuento de Navidad a su nieta. En esa historia, una representante de cosméticos llama a las puertas de un vecindario de casas de colores, perfectamente alineadas y con un estilo de vida estandarizado y feliz. Pero no lo suficiente como para no darle con la puerta en las narices a la vendedora, que cansada de no despertar interés entre sus vecinos, decide probar suerte subiendo al palacio, aparentemente abandonando, ubicado en lo alto de la colina próxima a la ciudad. Allí encuentra a Edward (Johnny Depp) un muchacho abandonado, la criatura nunca terminada de un extravagante inventor (Vincent Price), que tiene tijeras en vez de manos. Compasiva y enternecida, decide llevárselo a su casa y encargarse de su tutela y supervivencia. No sabe que con ello introduce en la serena vida de su comunidad una variable humana inasumible para muchos: la naturaleza ingenua y bondadosa de Edward primero será admirada, después curioseada, explotada y envidiada, y más tarde vapuleada y puesta a prueba. Enamorado de la hija de su madrina, Kim (Winona Ryder), el joven tendrá que luchar contra numerosos malentendidos y fatalidades pero también conocerá el amor incondicional, sometido a la renuncia. Esta revisión de los mitos de Frankenstein, de Pinocho o de El fantasma de la ópera, con tintes de La jauría humana consagró a su realizador, Tim Burton, como referente mundial de un novedoso y oscuro enfoque del género fantástico y propició una iconografía inimitable que perdura hasta nuestros días, intacta, romántica, conmovedora e inolvidable para más de una generación. No hay Navidad que se precie sin un pequeño gran recuerdo para las tijeras de Edward esculpiendo incansable sus esculturas de hielo y haciendo que nieve sobre nuestras incrédulas cabezas.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: Con Tim Burton renació el cine entendido como la ficción soñada más bella del arte. Cuando la fantasía se había cruzado de manera temeraria con el género de aventuras, confundida y denostada por las extravagancias propias de la década de los 80, este genio californiano fue introduciendo poco a poco su universo propio de oscurantismo gótico en el corazón de los espectadores. Inadaptado social, loco del diseño, dibujante, cómico, fanático del terror y de la ciencia-ficción, el niño y adolescente Burton pasó de aterrorizar a sus vecinos simulando muertes sanguilonentas, a estudiar animación y dejar desbocarse entre viñetas a los primeros esbozos de sus decenas de personajes, todos ellos marginados, solitarios, siniestros y apartados de la realidad. Comenzó a trabajar a las órdenes de los estudios Disney realizando bocetos, y aunque sus dibujos nunca fueron del todo comprendidos, como artista conceptual se labró una reputación de hombre peculiar que le permitiría realizar sus primeros cortometrajes: Vincent (1981) una animación basada en relatos de Edgar Allan Poe y narrada por Vincent Price, y Frankenweenie (1984), recientemente adaptada a largometraje bajo la emblemática técnica del stop-motion, y donde convertiría en perro su obsesión por el personaje de Mary Shelley. Aunque su relación con la industria estaba muy lejos de ser idílica, consiguió realizar su primer largometraje en 1985 con La gran aventura de Pee-Wee que también supondría el inicio de su tándem con el compositor Danny Elfman. Tras dirigir readaptaciones de series de terror (entre ellas Alfred Hitchcock Presenta), su gran oportunidad se produjo con Bitelchús (1988), donde Burton creó uno de los personajes más sórdidos y desternillantes de su carrera, encarnado por un inolvidable Michael Keaton que también repetiría como protagonista en Batman (1989), una tumultuosa adaptación del cómic del superhéroe, con la que el cineasta, pese a aciertos como Jack Nicholson encarnando a Joker, no quedó nada contento.
 
Quizás por estos motivos Eduardo Manostijeras, ya en 1990, resultó tan libre, romántica y humana. Burton decidió dotarla de independencia y convertir en metáfora la historia de su propia adolescencia con el símbolo de unas manos cortadas. A partir de este momento, la jaula donde aún permanecían varias de sus inquietudes artísticas quedó totalmente abierta, y entre películas más irregulares, aunque igualmente asombrosas, como Batman Returns (1992), Mars Attacks! (1996) o El Planeta de los simios (2001), intercalaría auténticas obras maestras como Ed Wood (1994), Big Fish (2003) y La novia cadáver (2005). Y ni mucho menos ha dejado de imprimir su sello personal en las libres adaptaciones musicales y literarias que ha seguido encadenando, rindiendo un homenaje personal y repleto de brillantez a sus ídolos de infancia en películas como Charlie y la fábrica de chocolate (2005), Sweeney Todd (2007), Alicia en el país de las maravillas (2010) o Sombras tenebrosas (2012). Sus próximos proyectos son el biopic Big Eyes, basado en la figura de la dibujante Margaret Keane, y Monsterpocalypse, adaptación al cine de un juego de tablero con miniaturas. Incansable, inquieto y prolífico, este cineasta también sigue dibujando, diseñando, y produciendo todo aquello que le haga sentir fuera de este mundo. Como si se necesitara a sí mismo y a sus propias influencias tanto como sus millones de fans. Fieles, friquis, tenebrosos y soñadores de lo imposible.
 
PRIMER PLANO
 
JOHNNY DEPP: Su carrera es una de las más singulares de la historia de la interpretación. De la mano de todo tipo de personajes, de diverso pelaje fantástico, marginal o sencillamente declarados en rebeldía, ha trabajado con cineastas muy variados en más de medio centenar de películas. “La definición de lo que es normal desapareció hace tiempo. Al menos en mi mundo”, explicó recientemente un actor que iba para rockero, se quedó en aquello del cine y hoy, le da esquinazo a la fama y al mundanal ruido sumergiéndose en una isla que compró hace algunos años en el Caribe. Antes, mucho antes, en 1984, consiguió su primer papel en Pesadilla en Elm Street (Wes Craven), aunque su proyección en la cultura de masas le llegaría al interpretar al policía de la serie de televisión 21 Jump Street. Inauguró los 90 con la cara llena de cicatrices blancas, las de Eduardo Manostijeras, una de sus más grandes creaciones donde, con gestos hilvanados de mimo, supo dotarle al hombre inventado de una humanidad apabullante. Con Burton ha poblado nuestras fantasías más tiernas, crueles e irreverentes en películas como Sleepy Hollow (1999), Charlie y la fábrica de chocolate, Alicia en el país de las maravillas o Sombras tenebrosas. En el musical Sweeney Todd (2007), además, su barbero ‘diabólico’ se atrevió a cantar de una manera “áspera y tenue, pero poderosa” (según un crítico de The New York Times). El desafío le llevó a ganar un Globo de Oro y ponerle a las puertas de recibir un Oscar.
 
Sin embargo, su papel más interesante y con regusto tragicómico se lo proporcionó la obra maestra de Burton, Ed Wood. Impagable en sus jerséis de angora, dio vida al entusiasta y chapucero cineasta Wood quien dirigió, según muchos críticos, las películas más mediocres de la historia del cine; hoy son para muchos maravillosas cintas de culto llenas de sorpresas inesperadas. En 2008 inauguraría la saga del que es su personaje más célebre a escala planetaria, nos referimos al estrafalario Capitán John Sparrow, un irresistible trasunto de Keith Richards, pero amanerado y con andares de borracho, que comenzó a aparecer en las entregas de Piratas del Caribe, aunque también tuvo tiempo para adentrarse en papeles más serios como el del atracador John Dillinger para Enemigos públicos (2009) de Michael Mann. Era éste un criminal fascinante para los titulares más entusiastas y un ‘héroe existencialista’, para Depp, pues vivió al margen de la ley luchando contra el sistema. En 2011, el actor también impulsó la película Los diarios del ron (Bruce Robinson, 2011), un proyecto muy personal que no fue todo lo bien que esperaba y en el que daba vida a un escritor norteamericano que comenzaba una nueva vida en el Caribe viviendo una historia de amor y celos adobados con buenas dosis de alcohol.
 
Tras el patinazo de este verano de El llanero solitario (Gore Verbinski, 2013, Depp se prepara para continuar con otra cinta de Piratas del Caribe y con la segunda parte de Alicia en el País de las Maravillas. Mientras tanto, hemos comenzado a echar de menos su espíritu temerario a la hora de elegir papeles. Quizás debería tomarse unas vacaciones rockeras alejándose de su paraíso en la tierra, su isla.
 
WINONA RYDER: Fue la musa juvenil de los 90 para algunos de los directores más sobresalientes del Séptimo Arte. Esta muchacha menuda de Minnesota, con cara de niña y origen hebreo, creció en un pequeño pueblo de siete familias de California deseando que llegara el momento en el que su madre colocara una sábana en un granero para proyectar toda clase de películas. Así que en este cine improvisado fue donde se dio cuenta de que quería pasar al otro lado de la tela blanca y comenzó a presentarse a sus primeros castings. Logró su primer papel, siendo apenas una adolescente, en Lucas, donde compartió cartelera con Charlie Sheen. Poco tiempo después, conseguiría el personaje con el que abandonaría definitivamente el anonimato. Sería Lydia, en Bitelchús (1988), la muchacha gótica que habita en una casa llena de fantasmas, divertidísima y estrafalaria película de un Tim Burton que comenzaba a asombrar al mundo. Burton la recuperó también para que interpretara a la narradora de su cuento gótico, Eduardo Manostijeras, quien de joven supo situarle un corazón a un hombre inventado. Aunque Ryder se quedó a las puertas de personificar a la hija de Michael Corleone, en la tercera parte de El Padrino, Coppola contó con ella para darle vida y muerte a Mina Harker, la angelical y excitante amada de Drácula, de Bram Stoker (1992). Su mejor papel le llegó de la mano de otro genio cineasta, Martin Scorsese, quien le puso el corsé para encarnar a la abnegada, paciente e inteligente prometida de Daniel Day Lewis en La edad de la inocencia (1993). 
 
En sus tiempos de gloria, Ryder también participó en el drama ‘generacional’ Reality Bites (Ben Stiller, 1994), fue un ‘humanoide’ en Alien: Resurrección (Jean Pierre Jeunet, 1997) la indómita Jo en Mujercitas (Gillian Armstrong, 1994; primera nominación al Oscar para la actriz, junto con el de su personaje en el filme de Scorsese) y se dejó llevar por la neurosis existencial que asola el universo Woody Allen en Celebrity (1998). La llegada del nuevo milenio supuso, en cierto modo, el ocaso para la actriz, sobre todo tras su sonado robo en una tienda de Beverly Hills, aunque nunca ha dejado de trabajar ni de participar en producciones, algunas de ellas interesantes. La más destacada quizás, haya sido el papel antagónico de la protagonista en Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010), donde Ryder era una diva de la danza desbancada por la joven protagonista o The Iceman (2013, Ariel Vromen) donde se acaba de atrever a ponerse en la piel de la esposa de un asesino en serie. Recientemente hemos sabido que Burton podría contar con ella de nuevo para una de sus viejas fantasías, la secuela de Bitelchús.
 
VINCENT PRICE: Alto, elegante, irónico y terriblemente misterioso, Vincent Price era uno de esos actores cuya sola presencia robaba planos a cualquiera que se atreviera a pasear por la escena dándoselas de protagonista. Fue un auténtico mito del cine fantástico y de terror, en especial, del gótico más exquisito, en la órbita de Poe, pero su repertorio de personajes era infinitamente más amplio. En una ocasión, sobre su ‘vida artística’, llegó a decir: “A veces creo que personifico el inconsciente oscuro de la raza humana. Sé que suena mal ¡pero me encanta!”. 
 

 

Este actor de Misuri Estudió Bellas Artes e Historia del Arte en Yale y en Londres, compartió tablas con Orson Welles en su compañía Mercury Theatre, y debutó a finales de los 30 en el cine. Sin embargo, nos acordamos especialmente de él en los años 40, cuando se ponía de punta en blanco, ajustaba sus maneras de caballero del gran mundo e intentaba seducir con la ironía de buscavidas a la bellísima Laura, de Otto Preminger. En el 46 volvió a compartir cartel con Gene Tierney en la inquietante Que el cielo la juzgue y también en El castillo de Dragonwyck, una película de suspense donde la actriz se enamoraba de él, viudo y gran señor de una enorme mansión, que escondía oscuros secretos. Ya en los 50 el cineasta Samuel Fuller confió en él para un protagonista en El Barón de Arizona. Fue entonces cuando encabezó también algunas de sus más célebres cintas fantásticas como Los crímenes del Museo de Cera (1953) y La Mosca (1958), mientras cambiaba radicalmente de registro como el sarcástico noble egipcio Baka en Los diez mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956) encaprichado de una bella, honrada y ‘dorada’ israelita. En esta década también apuró artísticamente, hasta el más mínimo detalle, su fantástico personaje de implacable hombre de negocios en Mientras Nueva York, duerme. En los 60, se alió con Roger Corman para sacar adelante un buen número de adaptaciones fascinantes de cuentos de Edgar Allan Poe, un autor que le “había cautivado cuando era niño”. Entre ellas, se encontraban La caída de la casa Usher (1960), El péndulo de la muerte (1961) y El cuervo (1963). En los 70 interpretó otro villano memorable, El abominable Dr. Phibes y fue retirándose a la televisión así como realizando colaboraciones interesantes para las que prestó su poderosa voz. Amigo de Tim Burton, el cineasta le regaló un maravilloso personaje, su último para la gran pantalla. Fue el ‘padre’ de Eduardo Manostijeras, un anciano que creó un hombre al que dejó inacabado, pero a las puertas de una mágica historia que tenía que protagonizar.
CONTRAPICADO: El mundo de los sueños de Tim Burton encontró en este cuento extraño su atmósfera natural. Es la historia que él mismo inventó sobre un Frankenstein contemporáneo, casi ‘de trapo’, un monstruo ingenuo e inacabado incapaz de entender el mundo que le rodea, ni la violencia ni el arte que cualquier gesto suyo sea capaz de crear. Eduardo Manostijeras es un cuento gótico puesto ‘patas arriba’ y encastrado, con una imaginación desbordante, en la rutinaria vida de un pueblo de color pastel. Un lugar situado en cualquier parte, dominado por una mansión fantástica, pero donde los odios, las envidias, los amores y las buenas acciones son tan fronterizos como los de cualquier rincón del mundo.
Eduardo Manostijeras encierra la magia de los cuentos de hadas, la crueldad del cine de terror psicológico y como decíamos, la histeria persecutoria de La jauría humana. Es tierna, es melancólica, tiene buen humor y las dosis de fantasía excéntrica necesarias para convertirse en un película imposible de arrinconar en la memoria. No hay mas que escuchar los primeros acordes de su banda sonora, envolvente y ensoñadora, obra de Danny Elfman. Es una película llena de instantes tan mágicos como impactantes. Como esa impresionante escena – flashback donde Edward desgarra sus manos en el momento en el que la mala suerte le aleja de la felicidad. O ese bellísimo final, de puntos suspensivos como copos de nieve (porque el cuento parece que no tiene ganas de desaparecer), y donde conocemos el misterio mejor guardado de las Navidades que el pueblo vive todos los años.
PICADO: Como con toda buena obra maestra que se precie, no falta quienes consideran esta película enormemente sobrevalorada o simplemente como la mayor cursilada navideña jamás realizada. Realmente, la producción de este filme no deja de regodearse en el colorido de decorados y personajes hasta confundir algunas imágenes con la pura animación. Esto hace que algunas secuencias puedan resultar edulcorantes y algo empalagosas. Otra cosa es que algunos pensemos que determinados elementos rosáceos, amarillistas y casi alucinógenos fueran del todo intencionados, debido a la necesidad que entonces tenía Burton de experimentar con su recién estrenada libertad creativa. La prueba es que esa constante no se ha vuelto a repetir de manera tan pictóricamente dañina en sus películas posteriores, y que el cineasta ha sabido madurar lo naif conforme lo hacían sus propios homenajes. Tampoco el guion llega más allá de donde puede, ni hay un tesoro reflexivo o argumental esperando a ser desvelado (salvo el simbolismo que queramos dar a su mensaje), pero apuntar esta circunstancia como un defecto en algo que no dejar de ser un cuento es como acusar a un monstruo de dar miedo.
SIMBIOSIS SONORA: Burton escribió junto a la guionista, escritora y cineasta Caroline Thompson la historia original del chico con tijeras en las manos para que fuera un musical. Pero por entonces este género no gozaba de la rentabilidad de la que presume hoy en día y finalmente se desechó tal idea. Sin embargo, Eduardo Manostijeras es una película absolutamente musical. Prácticamente no hay escenas carentes de una melodía de fondo. Se convirtió así en la puesta de largo del músico Danny Elfman tras varias colaboraciones con Tim Burton, y que se mantienen en la actualidad. Música coral y llena de magia donde el tema principal Ice Dance conjuga toda la esencia fantástica y ensoñadora de la película. Con los años, se ha convertido en una instrumentación típica de Navidad, sobreutilizada en campañas publicitarias, pero aún así sigue sin perder ni un ápice de su épico lirismo. Mención especial dejamos aquí también para el tema de Tom Jones, que pone sensualidad a esa ratonera en forma de peluquería en la que Edward se mete en un momento dado de la película.
OJO AL DATO: Casi todas las anécdotas que rodean a esta ya mitológica película se centran en el enorme peso que para la misma tuvo el papel de Johnny Depp. El protagonista, elegido para encarnar a Edward casi desde que Burton creara el personaje, tuvo que adelgazar más de 11 kilos para poder enfundarse el traje de cuero y correas que luce toda la historia, y ensayar multitud de movimientos para poder manejar sus manostijeras con soltura. La implicación del actor para poder otorgarle toda la magia posible a su interpretación le llevó también a pedir que remarcaran la palidez de su rostro y a ensayar multitud de gestos recurriendo a Charles Chaplin, Buster Keaton, Harry Langdon o Giuletta Massina como fuentes de inspiración. También resulta admirable la colaboración de Vincent Price, ídolo de la infancia de Burton, como hiciera posteriormente Bela Lugosi en Ed Wood. El estado de salud del actor norteamericano ya era muy delicado y todas sus escenas fueron las primeras en rodarse. De hecho, el papel de Price como creador de Edward sería su última interpretación.
RETRATO DEL HÉROE: “Me encantó hacer el papel porque no hay nada cínico, hastiado ni impuro en él. Casi es un chasco para mí mirarme en el espejo y darme cuenta de que no soy Edward”. No hay palabras mejores que las que el propio Depp pronunció sobre su personaje para hacerse una idea de lo que el protagonista de esta película ha simbolizado para sus fans. Porque en el lado opuesto de esa inevitable atracción del público hacia los villanos, está el lado de la balanza en el que nos decantamos por los héroes que lo son por accidente, mártires de lo convencional y con los que apenas compartimos media virtud. Edward no deja de ser ese bello monstruo maltratado al que compadecer y admirar a partes iguales, uno de esos mitos de la historia del cine cuyo recuerdo nos vuelve tristes y nos confirma imperfectos. Quizás muchos hayan olvidado esta triste marioneta con aspecto de un Robert Smith surcado de cicatrices, decadente, frágil y sin dedos con los que acariciar, reflejo de la propia juventud de su creador. Pero al final, si caes en relativizar su importancia o simplemente te olvidas de su historia, a lo mejor es que no mereces recordarla.
Imposible no haberla visto, así que el mejor homenaje es este conjunto de imágenes fijas con la melodía Ice Dance de Danny Elfman. Y a bailar bajo la nieve:

 

 

En plano fijo: la ingenuidad distraída de Joan Fontaine

Después del enorme éxito de Rebeca (1940), la recientemente fallecida Joan Fontaine repitió a las órdenes de Alfred Hitchcock en la película que la consagraría en Hollywood. En Sospecha (1941), la permeabilidad de su personaje quedó a merced de un inquietante Cary Grant y del mago del suspense y le otorgaría un Oscar a la mejor interpretación.

La dulce e ingenua solterona de esta obra maestra reposa sobre el sofá en esta instantánea, distraída, y entre las líneas de esos dos grandes hombres que la convirtieron en una de las mejores mártires del séptimo arte:

Visionado: ’12 años de esclavitud’, de Steve McQueen. ‘La tragedia de la indiferencia’

cuatro estrellas

12 años de esclavitud no es la película que uno suele esperar sobre los esclavos negros americanos. Suena a otra historia. Nos obliga a sentirnos incómodos y a colocar nuestra butaca desde otro ángulo para observar de modo diferente las vivencias de aquellos hombres y mujeres que sufrieron uno de los capítulos más deleznables del pasado de Norteamérica. La tragedia de los esclavos negros, según el director británico Steve McQueen, no se respira tanto en la crueldad o en la estéril piedad de los patronos de las plantaciones, que también, se siente, sobre todo, en la indiferencia de los semejantes acostumbrados al sufrimiento. De aquellos que malviven agotando su existencia en interminables jornadas de trabajo, habitando insalubres cabañas de madera, e intentando arrancarle al sueño algo de descanso mientras se suceden las pesadillas, el insomnio o el sexo brusco, animal, el que tiene hambre de vida.
La película se basa en la increíble  biografía de Solomon Northup (Chiwetel Ejiofor), un músico negro libre que mantenía una trayectoria artística reconocida y vivía con su familia en Nueva York. Northup conoce a dos empresarios del mundo del espectáculo y, cuando intenta cerrar con ellos una serie de actuaciones en diversos puntos del país, es drogado y secuestrado. Solomon tardará en tomar conciencia de su destino, pero lo hará cuando sea vendido como esclavo en una plantación de Louisiana.
En  12 años de esclavitud el viaje hacia las tinieblas del protagonista no se anda con sutilezas. Sumerge al protagonista y a sus congéneres en una espiral de aniquilación hasta que el instinto de supervivencia acaba despojándoles de todo atisbo de humanidad poniendo en peligro, en el caso de Northup, todas aquellas convicciones que, en otra época, la civilización le prestó sin mayores complicaciones.
La película nos ofrece momentos escalofriantes en este sentido. En especial, la larga secuencia del ahorcamiento, donde alrededor del ‘ajusticiado’ la vida transcurre con una  monstruosa indiferencia, o la delirante galería de ‘género humano’ que el personaje interpretado por Paul Giamatti ‘instala’ en su mansión para vender esclavos a posibles clientes. O el pulso emocional que entabla el protagonista con su inquietante ‘dueño’, Edwin Epps (Michael Fassbender). Una escena intensa, brillante, que mantiene el equilibrio entre la violencia contenida y languidez agresiva.
Y en todos los instantes del film el cineasta procura mantener la sobriedad, cierta frialdad en el acercamiento a los hechos, a los que respeta sin concesiones, y crea un estilo singular a base de planos cuidados que siempre saben encontrar la belleza en los paisajes claustrofóbicos de las marismas, en los campos de algodón, en la accidentada orografía de los rostros desconcertados, desafiantes o vencidos por el sufrimiento. Imágenes que se funden con el silencio, con los cánticos de los esclavos o con la turbadora banda sonora de su compositor de cabecera, Hans Zimmer.
12 años de esclavitud resulta diferente por la voz valiente, creativa y abismal de su cineasta. Desde que se dio a conocer al gran público con la impactante Shame, Steve McQueen confirmó su singularidad. Tenía una forma de crear cine muy especial, con un estilo y una sensibilidad que no sólo le hacía destacar con respecto a sus contemporáneos, sino que ‘amenazaba’ a sus espectadores con unas reflexiones incómodas sobre el hombre que habita en el filo de la navaja y su desolación.
McQueen es, en buena parte, responsable de que no exista una sola nota que desafine en la puesta en escena. La naturaleza y el tratamiento de los personajes son extraordinariamente originales en su huída de un maniqueísmo barato que hubiera simplificado enormemente la película. En especial, llaman la atención la interpretación del protagonista, Chiwetel Ejiofor, un sincero intérprete capaz de abordar todo un mapa de sentimientos encontrados en su camino por la supervivencia y la de los actores que encarnan a sus dos amos. El primero, William Ford, Benedict Cumberbatch, un hombre atrapado en una hipocresía piadosa y el segundo, Edwin Epps, inmenso Michael Fassbender, un personaje alcoholizado y torturado. Un alma oscura que sufre lo indecible y, en su tragedia, arrastra de forma miserable a sus ‘marionetas’, sus esclavos, condenados a su violencia, pero también a ser espectadores de su autodestrucción.

Atado en corto: ‘Aningaaq';, de Jonás Cuarón. ‘Al otro lado de ‘Gravity”


Entre los momentos más escalofriantes de Gravity, de Alfonso Cuarón, una de las mejores películas del año para quienes suscribimos, destaca aquel en el que la doctora Stone (Sandra Bullock) a la deriva en el espacio exterior, consigue contactar con una persona en La Tierra. Es alguien que no habla inglés y del que tan sólo nos quedamos con el término “Aningaaq” que repite la protagonista tras la fallida comunicación con este personaje.

 
Esa expresión es el título del cortometraje realizado por Jonás Cuarón, hijo del realizador mexicano y coguionista de Gravity, que recupera ese momento pero centrándose en el punto de vista de la persona al otro lado de la línea, y que sirve además para despejar las dudas sobre todo lo que le dice a Bullock. En realidad, se trata de un breve spin-off cinematográfico.
 
Aunque en un principio se trataba de una obra pensada para ser incluida como extra en el blu-ray, Aningaaq ha sido recibida con tanto entusiasmo que Warner decidió su lanzamiento online para que pueda ser considerada de cara a las nominaciones a los Oscar como mejor cortometraje de acción real.
 
A continuación la proyectamos para que juzguen los fanáticos de la odisea espacial de Cuarón:

Visionado: ‘Pacto de silencio’, de Robert Redford, ‘Falta de compromiso’



dos estrellas

En Pacto de silencio, Robert Redford es Jim Grant, un abogado experto en casos relacionados con los derechos civiles y un hombre viudo que vive centrado en la educación de su niña preadolescente. Grant, sin embargo, no es lo que parece. Oculta un pasado como activista dentro de los movimientos radicales antibelicistas de los años 70. El arresto de una antigua colega permitirá que un periodista (Shia LaBeouf) desenmascare a Grant, lo que le obligará a poner tierra de por medio y huir. Grant es un hombre al que le arrebataron su causa, pero que no está dispuesto a renunciar al respeto de su hija.
Robert Redford explicó en la campaña promocional de Pacto de Silencio que le había fascinado la conexión que existía entre el argumento de su película y la novela Los Miserables, de Víctor Hugo, pues en ambos casos el protagonista vivía bajo el peso de su pasado. Sin embargo, cualquiera que vea la película comprenderá que este ‘irresistible’ referente está cogido con pinzas, apenas tiene su reflejo en un Grant al que, para empezar, le falta la emoción y la desesperación de Valjean (protagonista del texto del autor francés), quien nunca dejó de sentirse atormentado del todo por su propia conciencia.
Intentando descubrir por qué llega a despertar cierta indiferencia una película a todas luces interesante, uno puede llegar a percibir que en el film de Robert Redford hay mucha narración rutinaria y poco margen para la sorpresa. Es imposible no darse cuenta que los personajes se desenvuelven en comportamientos, hasta cierto punto, predecibles y la tensión argumental apenas llega a ser consistente. Quizás sea porque el juego del ratón y el gato, en el que se ven inmersos los protagonistas (Redford y LaBeouf), tiene mucho de épica descabellada desde su mismo planteamiento

Apenas resulta creíble que un antiguo activista a favor de los derechos humanos, un antisistema con ideales puros y métodos ‘presuntamente’ cuestionables, logre convertirse en cualquier hijo de vecino durante treinta años, aun siendo un objetivo que nunca dejó de ser buscado por el FBI. Tampoco resulta convincente un desenlace que reposa en una decisión incoherente con la larga trayectoria de una vida. Ni siquiera el componente emocional más poderoso de la película, y que por supuesto no desvelaremos, ayuda a facilitar del todo la comprensión de las acciones de los personajes. Es una película, en definitiva, cargada de medias tintas a la que le falta compromiso.
Otra de las consecuencias de este tono ambiguo, es que no logra despertar ese componente de curiosidad y atracción que podríamos sentir hacia una época en la que el mundo se permitió el lujo de soñar con una sociedad más justa. Un tiempo que parecía vivir sus contradicciones sin complejos y cuyos protagonistas podían llegar a nacer de movimientos que pretendían combatir injusticias como la Guerra del Vietnam con sus mismas armas, la violencia. Un estupendo caldo de cultivo para un thriller o un film de corte político apasionante.
En definitiva, en esta huída catártica, que es Pacto de Silencio, Redford se queda en  tierra de nadie, como si tuviera miedo a resultar políticamente incorrecto, envuelto en un extraño conservadurismo narrativo. A lo mejor, pensó que estos no eran tiempos para recordar con cierta nostalgia a los héroes / antihéroes de carne y hueso, con sus luces y sus sombras, aquellos que pueden llegar a asustarnos por ser humanos y salvajes hasta las últimas consecuencias.