Visionado: ‘Magical Girl’, de Carlos Vermut. ‘Pasional estrategia, gélido resultado’

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tres estrellas

La cámara estática durante la mayor parte del metraje es una de las características de esta casi obra pictórica del historietista y cineasta madrileño Carlos Vermut. Dice mucho de la impresión final que causa en el espectador. Trasladando su trípode entre tres personajes principales enredados por obra y gracia de un mismo acontecimiento, Magical Girl cuenta la historia de un hombre (Luis Bermejo) dispuesto a cualquier cosa por cumplir el sueño de su hija enferma (debutante Lucía Pollán), marcándose un objetivo temerario que arrastrará consigo a una mujer con problemas mentales (Bárbara Lennie) y a un anciano profesor con un pasado carcelario (José Sacristán). Dentro de planos fijos y gélidos, el trío se reparte con ecuanimidad su protagonismo en la estructura narrativa, dando lugar a un puzzle interesante y nada convencional sobre el amor, la enfermedad y las relaciones humanas en la sociedad contemporánea.

El joven Vermut compone una carrera de relevos interpretativos a cámara lenta donde intenta impregnar de honestidad la personalidad cinematográfica de sus criaturas, buscando que respiremos algo de su particular pseudo-realismo y nos olvidemos de su pasado ‘friquimalista’. Lo consigue en buena parte con una dirección de actores absolutamente magistral, donde Sacristán y Lennie (sin duda la mejor de la película) brillan en cada fotograma, gracias a los ropajes de simbolismo con que el cineasta los engalana a base de miradas, heridas, puertas misteriosas, varitas mágicas, cicatrices, intimidades y tenebrosidades.

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‘El ángel exterminador’, de Luis Buñuel. ‘El purgatorio de la calle Providencia’ vs ‘Surrealismo hecho parodia’

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EL PURGATORIO DE LA CALLE PROVIDENCIA

Todo empieza en una casa señorial de la calle Providencia. Es donde, de alguna manera, el servicio lo sabía, sin saber muy bien el qué. Los criados tenían claro que la noche en la que sus señores volvían de la ópera, ellos tenían que abandonar la casa cuanto antes.  No se trataba de una maldición, ni de una espantada por motivos laborales, tampoco parecía ser una epidemia sin diagnosticar. Sencillamente, sus personajes de clase humilde ponían tierra de por medio mientras entraban sus patronos a la mansión. Donde los ricos se hicieron ‘náufragos’. Allí, los burgueses disfrutaron de una deliciosa velada hasta que decidieron retirarse a sus casas. Es entonces cuando descubrieron que no podían salir del salón en el que se encuentran. Así, sin más. Y a partir de entonces, pasaron las horas y los días. Comenzaron a mirarse con recelo y a sentir hambre, les envolvió la desidia, se les acercó la enfermedad, aparecieron los ataques de histeria,  las pulsiones sexuales insatisfechas, incluso el deseo atávico de ‘matar al padre’ o, en su defecto, al anfitrión de la casa.

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“¿Por qué no se entienden? (…) ¿Por qué no llegan juntos a una solución para salir de la casa?”. Cuando le preguntaban por su película El ángel exterminador, Luis Buñuel se lo planteaba. Y es que en esta producción, el cineasta se metió de cabeza en una poética encerrona para que un grupo de burgueses cayera en una espiral de degradación y perdieran la “etiqueta” que les humanizaba. Sin embargo, Buñuel no supo muy bien por qué se inventó aquella historia, aunque tampoco le importaba demasiado. Parecía querer jugar con el espectador y, ya de paso, invitarle a la reflexión. Y es que esta obra se ubica entre el territorio absurdo del surrealismo y las obsesiones retorcidas del director aragonés (un vasto y fascinante universo). Pero es un film que huye, como alma que lleva el diablo, de los símbolos comprometidos, aquellos que, a la fuerza, han de tener significados que van a misa. El cineasta, conciliador o más bien socarrón, solía decir que cada cual era muy libre de interpretar todo lo que estaba viendo en ella. Por muchas preguntas que él también se hiciera.

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A fin de cuentas, adentrarse en esta obra maestra, donde la imaginación campa a sus anchas, en completa e insultante libertad, supone abandonarse con la mente virgen a una historia con un planteamiento simple, pero de una fuerza dramática arrolladora. Implica dejarse llevar por una creatividad fascinante, que tira de la madeja de ese detonante parco hasta enredarse en un desarrollo y un desenlace ricos en matices y en lecturas que seguramente no sientan ninguna cátedra.

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Disección: ‘Amanece, que no es poco’, de José Luis Cuerda. ‘Y nos dio lo mismo un so que un arre’

Y NOS DIO LO MISMO UN ‘SO’ QUE UN ‘ARRE’

PANORÁMICA: 1989. Termina la década más festiva del cine. El Dalai Lama recibe el Premio Nobel de la Paz. En contraste, centenares de personas mueren tras una movilización estudiantil en la plaza de Tiananmenn de Pekín. Fallece el ingobernable, ególatra y genio de los genios Salvador Dalí, y el activista del teatro del absurdo Samuel Beckett. En el fin del fin de la Guerra Fría, George Bush asume la Presidencia de Estados Unidos y la Unión Soviética retira sus tropas de Afganistán. Alemania vuelve a ser un solo país. Comienza la emisión de Los Simpsons. En España, la policía francesa detiene a Josu Ternera, se aprueba la plena incorporación de la mujer a las Fuerzas Armadas, El Dioni roba un furgón con 320 millones de las antiguas pesetas y Camilo José Cela recibe el Premio Nobel de Literatura.

 
EL MEOLLO: La decisión es vuestra. Éste es el planteamiento: Teodoro es un ingeniero español que trabaja en la Universidad de Oklahoma y está de año sabático. Se va de ruta con su padre, en un sidecar que éste le ha comprado para que olvide que asesinó a su madre “porque era muy mala”. Llegan a un pueblo sin nombre donde, en un principio, no hay ni el tato. Pero tras la aparición del catecúmeno Ngé Ndomo, que camina haciendo eses porque así tiene más tiempo para decidir a dónde va, comienzan a ser testigos y partícipes de multitud de situaciones disparatadas. Y ahí es donde podéis o no entrar en el juego.
 
Opción A: si le dais luz verde, obtendréis de recompensa un vodevil absurdo, pero luminoso y humano, y con una lógica-cosmo-lógica. Os desternillaréis así con los aplausos enfervorecidos al levantamiento de hostia del cura, con la ocupación pacífica que hacen los del pueblo de al lado, con un profesor (“rural, nada más”) que examina sobre las ingles y revienta a sus alumnos a base de musicales, con un alcalde que se ahorca porque el pueblo quiere que su novia sea “comunal”, con el encarcelamiento de un intelectual por plagiar a William Faulkner, con inmigrantes que unos días huelen bien y otros días van en bicicleta, y con elecciones de un día para otro (porque “ya nos conocemos todos”).
 
Opción B: si le cerráis la puerta a esta obra maestra de la comedia (y de la filosofía) española, no os merecéis por tanto disfrutar de un flash-back en la plaza del pueblo, de un sacristán que levita, de hombres que nacen de los bancales, del alcoholismo organizado por la Guardia Civil, de amables anfitrionas interesadas en Dostoyevski, de gente que se preocupa por el aspecto teórico de los hechos, de borrachos cornudos que se desdoblan, de suicidas inasequibles al desaliento, y de alergias a la luna llena. Y no veréis cómo amanece por donde no debe, ni os cagaréis en el misterio. Saldréis perdiendo, entonces, sin las proclamas de este cuento de estampas mágico-costumbristas, de este tratado de aires mundanos y aplastantes. Y si aún así pensáis que no, que no cuela, solo podemos desear que os lluevan higos y que los dioses os manden conformidad.
 
DETRÁS DE LAS CÁMARAS: A nuestro amigo José Luis Cuerda, director y guionista de esta historia para mentes abiertas, le debemos nuestra receptividad al surrealismo desde temprana edad. Fueron la asombrosa Total (un mediometraje hecho para la televisión) y la onírica y cuasi-siniestra El bosque animado (adaptación de la novela de Wenceslao Fernández Flórez), el precocinado de lo que luego se convertiría en la obra que nos ocupa. Le consideramos un estupendo ingeniero de las cámaras y poseedor de una sensibilidad reflejo involuntario de su campechanismo, pero lo único que sentimos es que nunca haya querido volver a abrazar su capacidad para el absurdo. Si bien con La marrana demostró un pulso narrativo mejorado y tecnificado, y con La lengua de las mariposas nos hizo llorar de impotencia, nunca más volvió al principio del camino. Lo intentó sin éxito con Así en el cielo como en la tierra, y luego parió a Alejandro Amenábar, y nos dejó tristemente interruptus y denostados con La educación de las hadas y Los girasoles ciegos. Pero aún así, por habernos proporcionado nuestro particular manual de super-surrealismo a la española, nos atrevemos a decirle, pese sus derrapes estilísticos, lo mismo que le dicen los habitantes del pueblo a su alcalde. “Nosotros somos contingentes, pero tú eres necesario”.
PRIMER PLANO: Luis Ciges (Jimmy).Disparatado en la pantalla, bohemio, erudito e imprevisible en la vida real, Ciges es un actor de culto para todo incondicional de la comedia patria. En El Milagro de P. Tinto se reveló como un gran protagonista cuando ya llevaba tiempo subido al pedestal de esos secundarios que se comen la película sin piedad (algo así como una Thelma Ritter, pero en absurdo). Dignas de recordar son sus interpretaciones como criado de los Marqueses de Leguineche en La escopeta nacional y en Patrimonio Nacional. Berlanga lo había fichado, tiempo atrás, cuando iba para médico y justo después de hacer de leproso en una cinta de Luis Lucía, de enigmático nombre, Molokay. Fue por aquel entonces cuando Ciges tropezó con el Instituto de Investigación y Experiencia Cinematográfica, lugar en el que se propuso ver qué era aquello del cine. Gracias a aquel experimento hizo sus pinitos como realizador, pero también le permitió conocer al gran director, recientemente desaparecido, pues allí ejercía de maestro. De ahí a Plácido fue todo uno y, entonces, la vocación se le puso seria. Gracias a una película de José Luis Cuerda, (Así en el cielo como en la tierra) ganó un Goya, pero es interpretando al padre que suplica respeto a su hijo, mientras comparte sábanas con él, como nos gusta recordarle en Amanece, que no es poco. Y es que ya se sabe, “un hombre en la cama es un hombre en la cama”.
Antonio Resines (Teo). Siempre nos ha caído bien el tipo y han sido muchas las veces que nos lo hemos pasado en grande viéndole encarnar papeles de ex, futbolero y periodista deportivo (Todos los hombres sois iguales), de cantinero sordomudo (Los ladrones van a la oficina) e incluso durante su periplo como padre de familia en continuo estado de perplejidad en Los Serrano. Sin embargo, Resines, ha dado lo mejor de sí mismo en personajes dramáticos donde es capaz de arrebatarnos una intensa ternura. En La buena estrella (Ricardo Franco) nos emocionó como el manso-castrado que resiste los embistes del amor esquivo (su interpretación bien le valió un Goya). También sufrimos junto a él cuando se puso el mundo por montera para vengar la muerte de su hija desvelando una compleja trama de corrupción en la Costa del Sol. La excusa para su precisa interpretación, un brillante thriller made in Spain, La Caja 507. En Celda 211 se atrevió además con un personaje sádico y sin escrúpulos, el policía asesino de la prisión donde se desencadena la trama. En Amanece, que no es poco aparece de año sabático, con la guitarra al hombro, el padre senil en el sidecar y esquivando a un Quique San Francisco que le quiere cambiar el personaje. Quizás, si se hubiera dejado, también nos hubiera resultado convincente. Ahora le tenemos en cartelera de la mano de su amigo Jesús Bonilla en La daga de Rasputín.
 
CONTRAPICADO: Al igual que nos pasó con Plácido, creemos que el hecho de que esta película haya calado tanto en la memoria colectiva y se haya convertido, más de veinte años después de su estreno, en una obra de culto, se lo debe casi todo a sus actores. Porque Cuerda no solo comparte con Berlanga su pulso coral sino esa capacidad para que alguien diga una barbaridad sin pies ni cabeza con la mayor naturalidad del mundo. Por eso, no dudamos en aplaudir desde aquí a los que dieron rostro a los habitantes del mejor pueblo de España, el que quizás alguna vez soñaron Miguel Delibes, Gonzalo Torrente Ballester o el ya mencionado Wenceslao Fernández Flórez. Y en el ránking, los primeros: José Sazatornil ‘Saza’, Luis Ciges, Antonio Resines, Manuel Alexandre, Chus Lampreave, Casto Sendra ‘Cassen’, María Isbert, Rafael Alonso, Violeta Cela, Gabino Diego, Ovidi Montflor, Miguel Rellán, Pastora Vega, Enrique San Francisco, Tito Valverde y Guillermo Montesinos.
PICADO: Echamos en falta un contrapunto, una vía de escape que marque la normalidad en el maremágnum de gags y escenas surrealistas que se suceden en la vida cotidiana del pueblo o, lo que es lo mismo, a lo largo de la película. Tanto mundo al revés, en ocasiones, abruma. Lo decimos porque quizás así, ante la atenta mirada de, por ejemplo, un personaje virgen de excentricidades, o al menos, con fácil capacidad de asombro, el contraste podría haber generado situaciones de humor nuevas y contundentes. Algo así como Sazatornil, en su personaje de empresario, prosaico y catalán, cuando se pierde en el ‘sindiós’ de cacería organizada para La escopeta nacional. De este modo, a lo mejor, se podría haber aprovechado mejor el metraje ahorrándonos algunas escenas forzadas y poco afortunadas como las clases del profesor, los pedos psicosomáticos o ese yankee cansino que no termina nunca de hablar (que nos perdone el simpático de Gabino Diego) ¡y sin tener maldita la gracia!
SIMBIOSIS SONORA: De la Kalinka rusa a la percusión rítmica para Nge, del himno universitario a los ‘Madrigales’ de Giovanni Gastoldi, pasando por la taberna, para escuchar a Puccini y Haendel… El mosaico de piezas musicales, de diverso pelaje, se sucede sin ton ni son a lo largo de la película o al menos así lo parece. Pero hete aquí que esa era la única manera que José Nieto tenía para otorgar voz y dimensión a los variados personajes que se dan cita en la película. En Amanece, que no es poco fue el responsable de darle vida al absurdo haciéndose cargo de la música original. Nieto fue batería en Los Pekenikes y durante buena parte su existencia, un gran y respetado autor de bandas sonoras tan fantásticas como las de Sé quién eres,La pasión turca, Beltenebros o El bosque animado. Cuenta en sus estantes con seis Goyas y dice que acabó en esto del cine porque le gusta que lo que escribe “se haga, se interprete y pueda oírlo”; y es que su música no está hecha para dormir el sueño de los justos en un cajón, a la espera de que alguien quiera interpretarla o grabarla.
OJO AL DATO: La película ha envejecido a la manera de un buen vino. Si cuando se estrenó fueron no pocos los que se cebaron con ella, hoy ya no es sólo una película de culto, sino un género en sí mismo que ha creado escuela entre humoristas que triunfan en la pequeña pantalla (véase la banda de Muchachada Nui). Pero además, Castilla-La Mancha ha creado una ruta Amanece, que no es poco para que los incondicionales del filme se pierdan por los escenarios naturales de la película de tres pueblecitos de la Sierra del Segura: Ayna, Liétor y Molinicos. Aunque del rodaje nos quedamos con los recuerdos de Miguel Rellán quien contaba que con tanto trajín de personajes entrando y saliendo en escena, fueron muchas las horas que tenían libres los que esperaban su turno para colocarse ante las cámaras. Algunos, las mataban jugando al billar y ahí, quien no tenía rival, era Manuel Alexandre, quien además de tener una “habilidad innata” ante la mesa, brillaba, como de costumbre, cuando tenía que volver al tajo.
RETRATO DEL HÉROE: Casi imposible nos resulta destacar algo entre tanto festín de frases y personajes. Así que nos decantamos por el que consideramos el “héroe anónimo” de la película, el que lleva a su calabaza en el corazón, putero como ninguno, y filósofo por accidente y ruralidad. Aquel que dijo algo que, en nuestro caso, llevamos repitiendo sin cesar desde entonces: “Yo soy un hombre muy primario y estoy terriblemente sujeto a las pasiones. No pienso casi. Cualquier cosa que les dijera sería una estupidez”. Sin réplica posible.

 

 

El paternal Luis Ciges desvelando sus miedos nocturnos. Sin duda, la secuencia más desternillante de la película.