Píldoras cinetarias: derechos de los niños en clave cinéfila

Los 4oo golpes

(AVISO: El artículo puede contener algunos SPOILERS)

El pasado 20 de noviembre fue el Día Internacional de los Derechos del Niño y se cumplieron 25 años de la Convención Nacional redactada para tal efecto. Se trata de una fecha simbólica en la que conviene pararse a pensar todos los días del año. En Cinetario, hemos querido dejar patente nuestro compromiso perenne con esta demanda global recordando algunas películas protagonizadas por niños, en las que se han retratado situaciones complejas, en algunos casos verdaderamente dramáticas, con una sensibilidad e inteligencia asombrosas. Hemos seleccionado las que, en este sentido, más nos han impresionado. En ellas se defienden, de alguna manera, los derechos de los niños que no están redactados como tales. Derechos que si bien no son los oficialmente conocidos, a buen seguro no deberían faltar en sus vidas.

1. Derecho a soñar.

Billy Elliot

Billy Elliot quería bailar. Pero le faltaba su madre, y el padre, un rudo minero del condado de Durham, estaba de acuerdo con que tuviera un buen ‘juego de piernas’, pero para el ring. Aquello de la danza no resultaba demasiado masculino, por eso, las clases que Billy daba ‘a hurtadillas’ con la señora Wilikinson acabaron convirtiéndose en un secreto que más valía ocultar. Su padre y su hermano (rudos, honrados, intransigentes por ignorancia) nunca podrían comprenderle. Hasta que llega el momento inevitable y los acontecimientos se precipitan. El padre descubre la pasión oculta del pequeño Billy y este flaquea, piensa en tirar la toalla y abandonarse a la comodidad que ofrece mimetizarse con su entorno. Pero descubre que no puede. No exactamente, porque vale la pena luchar. Al fin y al cabo, uno no puede renunciar al sueño de ser uno mismo. Billy Elliot, de Stephen Daldry (2000).

2. Derecho a ser amado.

les400

Antoine Doinel roba y miente. Es un pillo que ha hecho de la calle su territorio mientras encadena un castigo tras otro en la escuela. Pero Antoine tiene otro rostro que pocos conocen. También es una criatura que escapa de su mundo de la mano de los libros y del cine. De la mano de miríadas de historias que se atropellan las unas a las otras para hablarle de otros mundos y de otras aventuras, de otras alegrías, de audacias insospechadas y de desgracias que no son las suyas. Es la tierra prometida donde puede olvidarse de sí mismo y de unos padres que apenas encuentran tiempo para él. Antoine es un niño no deseado, siempre molesto. Un niño torpe que comete siempre el error de llamar la atención, cuando a él le hubiera gustado pasar desapercibido. En un plano final, se despide de los espectadores mirando a cámara y sin palabras. Es libre, pero tiene miedo. Los 400 golpes, de François Truffaut (1959).

3. Derecho a vivir sin sentimiento de culpa.

Adiós_muchachos

Julien tiene 12 años y vive en un internado católico en la Francia ocupada por los nazis. Allí, la guerra pasa como de puntillas hasta que, un buen día, llegan a la escuela tres niños nuevos. A los novatos no les resulta fácil hacerse un hueco entre sus compañeros porque, ya se sabe, a ningún niño le gusta los cambios. A pesar de todo, ello no impide que Julien se acerque a uno de ellos, Jean, a quien observa desde hace tiempo. Hay algo raro en él, diferente, pero aquel misterio apenas importa porque juntos comienzan a descubrir el mundo y sus interrogantes. Disfrutan de las bromas cotidianas, y comparten inquietudes, diversiones y miedos. Julien acaba comprendiendo que Jean es judío y que permanece oculto en la escuela gracias a la generosidad y audacia de uno de los padres que regentan la escuela. La nueva identidad no le importa. Es más, la amistad se hace entonces más fuerte porque entra en juego la lealtad y el respeto. Sin embargo, llegará el día en el que Julien perderá la inocencia para siempre. Y será casi como por accidente. Una mirada rápida, irreflexiva, pero desgraciada, le atrapará en un sentimiento de culpa, cuando la Gestapo irrumpa en el internado. Adiós, muchachos, de Louis Malle (1987).

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Visionado: ‘Nebraska’, de Alexander Payne. ‘El último sueño’

Nebraska poster

cuatro estrellas

Llegará un momento en que esas películas que se adentran en la América profunda, aquellas en las que las cámaras ruedan la soledad de los paisajes más tristes del mundo, o la pictografía imposible de unos pueblos que ni sabemos si están en el mapa, se convertirán en un género propio del cine. Si no lo son ya y desconocemos su denominación. Lo cierto es que Nebraska ocuparía un lugar destacado en esa categoría. Y no solamente por su escenario, esa devastación austera y sin estridencias que conforman las zonas menos pobladas de Norteamérica, sino por su paralelismo para retratar algo peor: la desolación humana de los últimos años de la vida.

Con adorables similitudes a Una historia verdadera de David Lynch, e incluso con la más reciente Agosto, de John Wells, o incluso con Up, de Pixar, la nueva tragicomedia de Alexander Payne nos adentra en el último sueño de Woody Grant, un anciano que roza la demencia, interpretado de manera casi dolorosa por el magnífico salvaje del western Bruce Dern, cuando decide acudir a la ciudad de Lincoln (Nebraska) a recoger el premio que cree haber conseguido por una campaña engañosa de marketing. Acompañado a regañadientes por su hijo, su travesía se convertirá en un tortuoso regreso a su pueblo natal, donde se reúne con parte de su familia.

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