Homenajes: Greta Garbo. ‘La Divina y su puerta trasera’
Desde luego, parecía inalcanzable, remota, como de otra dimensión. Quizás la de los sueños y su dudosa materia o la tierra de nadie de los que nunca pudieron encontrar su lugar en el mundo. “La vida sería tan maravillosa si tan sólo supiéramos qué hacer con ella…”, llegó a decir en una ocasión Greta Garbo. Y es que esta actriz, mito a su pesar, siempre anduvo envuelta en un halo de misterio a ojos de legiones de espectadores y cinéfilos de todos los tiempos. Un enigma que no pudo remediar ni en su propia existencia.
Greta Garbo tenía una mirada apasionada, que aunque parecía a menudo perdida o ausente, no dejaba de viajar por las entrañas del alma humana, por los sentimientos más cotidianos o los más complejos. Y es que fue una actriz inmensa. Una mujer que supo encarnar a mujeres fatales, en la era muda, a una reina que flaqueaba en aras del amor; que se las vio con burócratas–autómatas con ganas de disfrutar de una buena juerga o con mujeres de destino trágico. Derrotadas por el atrevimiento de proclamarse libres. Fue todas ellas y muchas otras y en todos y cada uno de sus personajes siempre asistimos al asombroso espectáculo de su singularidad.
Y el cine hizo a la diosa. Primero, en su Suecia natal
Greta Gustaffson, la Garbo, aterrizó en Hollywood de la mano del realizador Mauritz Stiller, su descubridor y también el artífice de sus primeros éxitos en la gran pantalla. Tenía una fotogenia inaudita (el semiólogo Roland Barthes llegó a comentar que “el rostro de la Garbo representa ese momento inestable en que el cine extrae belleza existencial de la belleza esencial). Tenía a sus espaldas tan solo un puñado de películas, pero ya había algo en ella magnético, inaudito, que supo apreciar la Metro Goldwyn Mayer. Bajo los auspicios de la productora y en la era del cine mudo, se convirtió en una mujer apasionada envuelta en historias amorosas y ambientes sofisticados o exóticos. Acabó adquiriendo las maneras de mujer fatal, erótica y provocadora, a menudo floja de sentimientos honestos. La Garbo pasaba por aquellas cintas con paso firme, sin que el mito que comenzaba a forjarse en torno a ella perdiera pie. Mientras tanto, la Metro tampoco sabía muy bien qué hacer realmente con ella.
La tierra de todos (1926), basada en la obra de Blasco Ibáñez, es un claro ejemplo de ese desconcierto artístico de la productora. Más tarde, llegó El demonio y la carne (1926), la película que consagró su carrera y donde compartía cartel con su amante por aquel entonces, John Gilbert. En ella, encarnaba a Felicitas, la quintaesencia de la ‘devorahombres’ que se interpone en la amistad sagrada de dos militares austriacos. Por supuesto, Felicitas acabará encontrando un destino trágico, como solía ocurrirle a todas las mujeres que, en la historia del Séptimo Arte, se atrevieron a desafiar las convenciones establecidas.