Visionado: ‘Too Much Johnson’, de Orson Welles. ‘Ensayando la perfección’

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En 1938, Orson Welles tenía 23 años y decidió rodar su primera película en solitario. Anteriormente ya había codirigido junto a William Vance el cortometraje The Hearts of Age, en el que asomaban tibiamente algunas de las claves posteriores de su cine. Sin embargo con Too Much Johnson, mediometraje de 66 minutos, creó una farsa muda y folletinesca donde sí que podían observarse claramente muchas de sus inquietudes tras la cámara, aquellas que le convertirían un par de años después en uno de los mejores directores de la historia con Ciudadano Kane.

Frenéticos primeros planos, sombras recortadas, enormes picados y generosa profundidad de campo son el festín del que se nutre el aleatorio montaje de esta película (obra parcial de sus restauradores), centrado en la persecución que sufre el dueño de una plantación por parte del esposo de su amante. Se trata igualmente de la primera aparición en la pantalla del magnífico Joseph Cotten, asiduo del cineasta en películas posteriores como la mencionada Ciudadano Kane o El cuarto mandamiento: resulta conmovedor descubrir su faceta chaplinesca en la sucesión de gags que componen esta inacabada película.

Es igualmente curioso poder comprobar cómo la genialidad de Welles puede desprenderse de ese halo de divinidad con el que muchos historiadores del cine han querido cubrirle. Humano y aprendiz, el cineasta estadounidense demuestra en esta película sus referencias a las películas mudas de Charles Chaplin, así como un homenaje más que evidente a El hombre mosca (1923) y a su famosa secuencia del reloj, protagonizada por Harold Lloyd.

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Too Much Johnson, debido a su carencia de final y a su ‘téorico’ montaje, no debe concebirse como una película más de Orson Welles. Por eso, aunque la hemos visto ahora, no le hemos puesto nuestras habituales estrellas de puntuación. El film se creyó perdido en 1971 durante un incendio que consumió la casa del director en España, si bien sobrevivió al fuego una copia que se ha conservado hasta hace poco en un almacén de Pordenone, en Italia. La National Film Preservation Foundation ha sido la encargada de limpiar y restaurar la copia y de estrenarla online, con música del compositor de cine mudo Michael D. Mortilla,  y de manera gratuita en todo el mundo.

Se trata de una curiosidad cinéfila, una antesala de alocadas secuencias de slapstick, surrealismo y vodevil donde Welles ensayó su perfección y donde adquirió el aprendizaje necesario que después le auparían al podio de los más grandes. Una pequeña joya cuyo regalo agradecemos y que puede visionarse al completo en este enlace.

Os dejamos un reportaje en inglés sobre el descubrimiento de la copia inédita, con imágenes de la película:

Más que mil palabras: ‘El tercer hombre’, de Carol Reed (1949)

Por

El tercer hombre

– “Holly, tú y yo no somos héroes, en el mundo ya no quedan héroes. Solo en tus novelas”.

Harry Lime (Orson Welles) a Holly Martins (Joseph Cotten) en El tercer hombre

 

Diego Cobo Ilustración: 

 

 

‘El tercer hombre’, de Carol Reed: ‘La muerte es solo un contratiempo’ vs ‘El mal enterrado ciudadano Lime’

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LA MUERTE ES SOLO UN CONTRATIEMPO
 
Ella avanza con la mirada en el suelo y el paso decidido. A su alrededor, las hojas de los árboles caen con indiferencia. Aunque protagoniza la escena, la contemplamos lejana; más cerca de nosotros, Holly Martins, apoyado en un viejo carromato, la observa; de vez en cuando, desvía la cabeza. La cámara está fija y la alameda es larga. En concreto, mide casi dos minutos y medio de metraje. Pero la bella y distante Anna Schmidt sigue su camino manteniendo su rostro hierático. Pasa de largo, un último gesto de crueldad inevitable, sin prestar la más mínima atención a su enamorado, quien no espera gran cosa de su insistencia, pues es un romántico insufrible que permanece allí. Por si acaso, nuestra protagonista se pierde en un primer plano y Martins, sin moverse de su sitio, enciende un cigarrillo. El humo del pitillo nos ofrece el fundido a negro.
 
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Cuentan que Carol Reed, director británico de El tercer hombre, y Graham Greene, guionista del filme y grande de la literatura universal, mantuvieron encendidas disputas porque no se ponían de acuerdo con el final de la película. En la novela previa que Greene siempre se veía obligado a escribir antes de abordar un guión cinematográfico, la muchacha coge del brazo a Martins mientras desaparecen de la vista del narrador. Una concesión a la esperanza, un desenlace ambiguo, demasiado cínico, que no casaba con la visión de un cineasta empeñado en no dar tregua a una historia de amor que nunca existió o que, sencillamente, fue de otro. Sin embargo, y a pesar de contener el desenlace más perfecto jamás contado, Greene tenía razón, su historia era tan cínica como la Europa que sobrevivía al impacto de la Segunda Guerra Mundial, el escenario de esta película.
 
Dejarse llevar por esta película, la más grande del cine británico, es sumergirse en una historia brillante, ágil, llena de personajes desencantados que frecuentan una Viena amenazadora donde siempre hay alguien observando de manera inquietante detrás de una ventana, o acechando mientras se fuma un cigarrillo a la vuelta de la esquina, o escudriñando una escena mientras se deja una conversación en el aire. La atmósfera lograda es única, con calles frecuentadas por potentes claroscuros y atrapadas en encuadres al bies (herencia del expresionismo alemán), que pierden el equilibrio cada vez que se avecina un momento de tensión emocional o de suspense policiaco.
 
Y de repente se hace la luz mientras un gato delator ronronea a los pies de Harry Lime, nuestro Orson Welles, al que descubrimos bien avanzada la película. Con la sonrisa aviesa, la mirada firme, desenvuelta en un gesto de sorna, Welles hace acto de presencia para estamparse en la memoria de los espectadores de todos los tiempos. Tan sólo permanece 15 minutos en pantalla para darle rostro y figura al brillante y cínico Lime; sin embargo, su presencia se apodera de todo el metraje. Cuentan que su influencia fue más allá de su interpretación y que bien pudo estar detrás de la creación de numerosos hallazgos hechos escena. Sospechamos o tenemos la certeza de que Welles fue el artífice del poder de fascinación que ofrece un momento clave de la película: la persecución por las cloacas. Un dédalo de calles siniestras con sombras que corren sin avanzar, como en una pesadilla; una Torre de Babel tumbada bajo tierra, atestada de voces de policías, que chillan en diferentes idiomas y cuyos propietarios permanecen ocultos sin conseguir atrapar a Lime; un camino tortuoso, el del antihéroe hacia su destino, quien aunque comienza a encajar su final, no puede evitar retorcerse como una alimaña buscando una salida. El instinto de supervivencia manda.
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El tercer hombre es la historia de una amistad traicionada, la de dos personas opuestas. Una de ellas, Harry, villano por un puñado de dólares, salvajemente cruel aunque fascinante y carismático; la otra, Martins, un tipo que no tiene donde caerse muerto, un ingenuo sin remisión, “honrado, sensible y sobrio”, pero con tantos principios que se le confunde el entendimiento para acabar clavándole el puñal a su mejor amigo. La imagen de un mediocre perdedor que, sin embargo, nos libera en pantalla de la presencia cautivadora, pero siempre molesta del genio.
 
Harry Lime u Orson Welles… o quizás el Tercer Hombre, aunque agoniza, se queda con la chica y el botín. La fascinación eterna del espectador. Pero rindamos también un homenaje a la acertada mirada cínica de Greene: independientemente de que la chica se vaya o no con el tipo íntegro, el pobre Lime acaba criando malvas. Y es que como dijo el bueno de Crabbin, ese señor despistado que dirige un club de pseudointelectuales en la película, la muerte era tan solo un “contratiempo”.
 
Welles y sus conclusiones, en acción:
 
 
EL MAL ENTERRADO CIUDADANO LIME
 
Hay cosas que en 1949, ecuador de los años dorados del cine, les permitían a casi todos los directores de cine afamados. Y más si hacías cine negro. No hablamos, claro está, de Carol Reed, el ¿director? de esta cinta, que no era precisamente un recoge-premios, o no lo sería hasta veinte años después. Nos referimos a Orson Welles, el señor Lime, la sombra chinesca más destacada de esta película, el poder agazapado, la sonrisa siniestra que hizo creer a todo el mundo que esta aventura británica la firmaba quien la firmaba. A saber por qué, que no nos creemos las teorías oficiales del miedo al fracaso, que ahí estaba de nuevo Joseph Cotten haciendo de hombre-conciencia.
 
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Perdonaban, como decíamos, que se desenterraran patrones de conducta, personajes revividos para el recuerdo. Welles no fue una excepción y le permitieron que mal enterrara a Charles Foster Kane y que lo resucitara ocho años después para convertirle en un villano que trafica con penicilina adulterada en la Viena de posguerra, con planos cinematográficos idénticos a su aventura anterior. Aunque hoy sería impensable tal autoplagio, hasta ahí bien, pero considerar este cliché de técnica superlativa como una obra maestra del cine, teniendo como teníamos un pack de diez con Ciudadano Kane, nos lleva a una reflexión: ¿tres más tres siempre son seis? En el arte, no.
 
Los planos retorcidos, la música repetitiva y anacrónica de Anton Karas, el guión encajonado (por mucho Graham Greene que sobrevolara) y actores rendidos al movimiento cameral, no nos sumaron seis. Primero, la guitarra chiflada que suena cuando menos te lo esperas, con sus acordes machacones e incoherentemente alegres en mitad de un entierro, de un accidente, o de una escena dramática, haciéndonos dudar: ¿estamos viendo un thriller o el paso de una diligencia loca? Segundo, que bajo este ritmillo carente de tensión, aparecen además personajes estereotipados malos-malos o buenos-buenos, cuya frialdad se intenta paliar con primeros planos estáticos y en ocasiones desencajados, que de tanto abuso pierden su efecto primario. Tercero, alcantarillas interminables (hasta el hastío) y plano secuencia final (estático, cómo no, sin riesgos) para que valoremos el metraje.
 
Nos nos creemos esa sociedad de posguerra en general, y esos personajes que entran y desaparecen sin sentido, en particular. La señorita Schmidt tiene tales cambios de humor que roza la esquizofrenia, si bien es la que más destaca en ese sentido, puesto que el resto del elenco es lineal. Por no hablar de lo previsible que resulta cada una de las escenas. De hecho, íbamos a avisar de spoiler en alguno de nuestros comentarios. Y no, no hace falta, que en cada escena existe un espacio de antelación en que se sabe lo que va a pasar.
 
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No nos rendimos tampoco a la primera escena en que aparece Harry Lime, la supuesta “mejor presentación de un personaje de la historia del cine”. O nos estamos perdiendo algo o parece un anuncio publicitario de colonia de hombre. Y no es un símil anacrónico. O peor, parece que después de que un foco enorme alumbre esa sonrisa torcida, nuestro resucitado se va a poner un sombrero de copa y va a marcarse un baile con Ginger Rogers. En realidad, solo viene a confirmar ese deje teatral a lo Sarah Bernhardt con el que fluyen las palabras acartonadas de todos los personajes. Un plano que es un fin en sí mismo; y ésto, ya casi en los 50 y estando quien estaba olfateando el resultado, no es para aplaudir precisamente. Se acabó el indulto al cine negro porque sí.
 
Así que arriesgándonos a ser non gratos para los puristas, le decimos al Sr. Welles lo que le dice Holly Martins al Mayor Calloway: “No necesitamos su whisky”. Nos quedamos con el enigma de Rosebud y durmiendo en Xanadú para siempre, que ahí sí que nos salieron las cuentas de la perfecta obra maestra. O mejor, Mr. Lime, que usted mismo lo dice dando vueltas en la noria: “Los muertos están mejor que nosotros”. ¿A qué tanta resurrección? Deje morir en paz.
 
Un foco sobre el resucitado y comienza el anuncio de colonia.