En algún lugar del tiempo el planeta azul es color polvo. Es el polvo, en puñados imparables de viento con sabor a tierra, el que cubre cada día más la superficie de la humanidad y la hace irrespirable y casi estéril. El hombre sobrevive cultivando el maíz y enfrentándose, como lo hiciera hace miles de años, a plagas incontrolables contra las que ni siquiera han servido los drones fumigadores de última generación, que sobrevuelan desprogramados y sin rumbo por todo el mundo. Puede ser el futuro o puede ser una historia de hace escasos años. De cualquier forma, es el punto de partida con el que conocemos al ingeniero y piloto Cooper (Mathew McConaughey), que en esos estertores de vida en La Tierra sobrevive en una granja junto a sus dos hijos y su suegro. Él es el alma que habita el complicado engranaje que de tan sencilla premisa brota en Interstellar, la magnífica epopeya espacial del grandioso Christopher Nolan.
De nuevo de la mano de su hermano Jonathan en el guion, basado a su vez en una historia original del astrofísico estadounidense Kip Thorne, Nolan ha conseguido su película espacial soñada desatando un debate universal sobre las numerosas claves escondidas en su historia, que trascienden cualquier concepción convencional de nuestro mundo en tres dimensiones. Desde un humanista primer bloque, donde consigue que veamos a todos los personajes terrenales y amados, sobre todo en base a la peculiar relación entre Cooper y a su hija Murphy (Mackenzie Foy de niña – Jessica Chastain de mayor), el cineasta nos plantea la salvación del planeta por vía de una NASA clandestina y negada por las autoridades, donde un ingeniero y científico espacial (Michael Caine, imprescindible de Nolan) y su hija Brand (Anne Hathaway) dicen tener un plan contra el apocalipsis: atravesar Gargantua, un agujero de gusano que “alguien” ha creado como paso hacia otra galaxia, y buscar allí un sitio donde la humanidad pueda sobrevivir.
Puede decirse poco más del argumento sin caer en dos errores. El primero, destripar aspectos de la trama que son casi un fin en sí mismos para la deriva emocional del espectador; y el segundo, aventurarse en la explicación de una teoría asentada en los finos alambres del espacio y del tiempo. No hay que olvidar que hablamos de Nolan, siempre obsesionado con saltarse el límite de lo simplemente observable desde que rompiera con la memoria a corto plazo en Memento y con los niveles del sueño en Origen. El caso es que resulta innecesario avanzar en su trama (salvo destacando su fabuloso paralelismo entre la vida en el espacio y la vida en La Tierra) para resaltar las enormes virtudes de esta nueva maravilla de la ciencia-ficción.