“¿Acaso es pecado intentar sobrevivir?” Como una certeza indecente se cuela la pregunta en la conciencia de Ewa (Marion Cotillard), una inmigrante polaca que llega a Estados Unidos en los años 20 junto a su hermana Magda, con el hambre de ‘nuevo mundo’ del que huye de la miseria. Sin embargo, en las puertas del ‘Paraíso’, la Isla de Ellis, se da de bruces con la realidad. Su hermana es retenida y puesta en cuarentena por tener tuberculosis y ella, abandonada, desorientada, solo encuentra acceso a la Tierra Prometida por la puerta de atrás. Cayendo en manos de un extraño proxeneta sin alma, Bruno (Joaquin Phoenix). Un hombre taciturno, ‘perdido’ que venderá el cuerpo de Ewa con una indiferencia tan brutal como la obsesión con la que se enamorará ella.
El director de El sueño de Ellis, James Gray, no cayó en la tentación. En la película, el momento histórico, la denuncia social tan lejana y cercana a nuestros tiempos queda en un segundo plano. En cualquier otra película hubiera sido fascinante e imprescindible su desarrollo, pero El sueño de Ellis se traía entre manos otro tipo de historia. Una historia más intimista y emocionante que se hubiera perdido en un proyecto más ambicioso, en una narración más universal. De este modo, la tortuosa y compleja relación de dependencia que se establece entre los protagonistas se apodera del primer plano y eclipsa cualquier momento de respiro, cualquier instante de paz en los personajes. Y esa es su mayor virtud.