Dicen que el legendario Charlie Parker (Bird) recibió un golpe de platillo en plena cabeza porque tuvo una mala tarde. El golpe, propinado por el baterista Jo Jones, le hizo caer en la cuenta de que se había instalado en la mediocridad y supo que aquello tenía que acabar. Dicen que de aquel oportuno toque de atención nació precisamente el genio que escondía el músico. Terence Fletcher, el impresionante y voraz director de orquesta de Whiplash, acude en varias ocasiones a esta anécdota, medio inventada, como si fuera un mantra. La utiliza para justificarse ante quien quiera escucharle, pues sus métodos pedagógicos son duros y cuestionados. Y también para explicar que quien decide consagrase al arte, tiene que pagar un paradójico precio: debe sacrificar su vida, precisamente, para lograr que ésta cobre sentido y no se diluya en el anonimato.
Fletcher (J. K. Simmons) es un director de orquesta de jazz que presiona, tortura psicológicamente a sus músicos, utiliza el dolor más profundo que está enquistado en sus almas y les anula la voluntad para arrancarles artísticamente mucho más de lo que se espera de ellos. Entre sus discípulos, hay un muchacho excepcional, Andrew Neiwman (Milles Teller), un baterista con mucho talento que, aunque se entrega en cuerpo y alma para convertirse en un virtuoso percusionista, jamás encuentra la perfección. Y esa opinión la comparte con el inquietante y carismático mentor.
Y es que Whiplash es una película salvaje, sobre las ambiciones y los sueños que pierden su norte para quedarse en la enfermiza catarsis del sacrificio. Aunque lo bueno es que no se trata de una mera película de sangre, sudor y lágrimas. Es una cinta que mantiene una tensión brutal, completamente electrizante, sin apenas esfuerzo. Cuenta con un guión comprometido con el espectador de una manera muy honesta. Jamás le abandona a su suerte, el interés nunca decae, va in crescendo hasta arrastrarle a un clímax y a un desenlace que son apoteósicos, completamente insospechados. Y efectivamente, la interpretación de J.K. Simmons es otro de los prodigios de la película. Ganador del Oscar a la Mejor Interpretación Masculina de Reparto, J.K. Simmons, resulta tan carismático y feroz que engendra una extraña fascinación en el espectador.
En Whiplash, además, está el jazz, que se hace cine con una naturalidad narrativa extraordinaria. La cámara rápida, vibrante, llena de vida recorre con planos rápidos diferentes instrumentos, gestos imperceptibles, la saliva, el sudor, las partituras manoseadas… Son pulsaciones de melancolía, de ritmo y técnica bien afinada. La música es un hallazgo visual lleno de grandeza y de una belleza que se apura en los objetos, en los pequeños rituales, en los gestos cotidianos, en el dolor y el esfuerzo que son capaces de crearla.
Mención aparte merece el duelo que mantienen profesor y alumno durante todo el metraje. Se sigue con un morboso interés porque ambos personajes juegan, en definitiva, en la misma liga. Es una relación exquisita y endiabladamente compleja. El protagonista no es una víctima, es un joven con una sed de éxito enfermiza. Es plenamente consciente de la brutalidad del sacrificio que se autoimpone, pero cree fervientemente que renunciando a todo cuanto pueda distraerle y abrasando sus dedos, hasta dejarlos en carne viva, puede arrancarle el ritmo exacto a su batería. Y con ello, tocar la inmortalidad. Esa eternidad que tiene su momento. Un instante supremo de creación por el que merece la pena dejarse el pellejo y ya de paso, la vida.