Visionado: ‘Calvary’, de John Michael McDonagh. ‘Un dios que no comprende todo’

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cuatro estrellas

La película abre con el plano fijo de un confesionario. En penumbra, para que los pecados puedan salir con discreción. En la imagen sólo vemos a un sacerdote. Al otro lado, fuera de plano, se escucha una voz que puede ser de cualquiera, aunque el cura sabe que tiene un nombre. “Probé semen, por primera vez, a los siete años de edad”, se oye. En seguida, el ‘pecador’ confiesa haber sido violado de manera sistemática por otro sacerdote. El dolor que asoma por el rostro del padre James Lavelle (inmenso Brenda Gleeson) es amargo. La tragedia le suena demasiado. Pero el hombre sigue con su relato y acaba despidiéndose dejando un desafío en el aire: “Le mataré porque es usted inocente”. Y le da una fecha, lo hará el próximo domingo.

El arranque de Calvary es demoledor. Impactante, pero también temerario, nos dice mucho del espectáculo ante el que estamos a punto de rendirnos sin condiciones. Porque Calvary es una película ante la que es muy difícil pasar de largo. Resulta desoladora sin dejar de mostrar un gusto peligroso por el humor negro y sórdido. Y es una rareza dentro de la cartelera, entre otras razones, porque cuenta con algunos de los diálogos más brillantes que se han dejado escuchar en los últimos tiempos.

El sacerdote tiene siete días para dejar las cosas en orden, cerrar una conversación con su hija, que siempre parece quedar pendiente, e intentar ayudar a algunos de los habitantes de la aldea irlandesa donde está su parroquia. El espectador, además, tiene dos horas para descubrir quién está detrás de la amenaza. Un interrogante que pronto queda en un segundo plano ante el patético espectáculo que comienza a desarrollarse. Y es que el calvario del sacerdote no anda muy lejos, porque supone recorrer los infiernos que encierran las almas de los habitantes del pueblo. Feligreses que nunca tiraron de Fe, precisamente, para ‘tomarle las medidas’ a su dolor, como diría John Lennon.

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‘Juego de lágrimas’, de Neil Jordan: ‘Necesitarse perdidamente’ vs ‘Errores de vocación trascendente’

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NECESITARSE PERDIDAMENTE

Fergus (Stephen Rea) es un voluntario en el Ejército Republicano Irlandés que parece defender la causa equivocada. Y no puede haber nada más disparatado que abrazar la lucha armada con la precariedad ideológica del que no termina de convencerse. Pero es que Fergus es un buen tipo que, en el fondo, parece querer vivir tranquilo, hablar lo justo, compartir unas risas y pasar por la vida sin grandes sobresaltos. Aunque tenga sus convicciones y sepa que los ingleses, sencillamente, no deberían estar en su país.

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Juego de lágrimas (1992, Neil Jordan) arranca con un secuestro, el que realiza la banda de Fergus, miembro del IRA, para atrapar a un soldado británico y mantenerlo encerrado hasta que otros decidan su suerte. Y en esa espera, Jody (Forest Whitaker), la víctima, se entromete en su vida sin contemplaciones para contarle muchas cosas y, con ello, espantar el miedo a la muerte. Le  dice que lo suyo es el cricket, que anda locamente enamorado de una bella mulata, de nombre Dil (Jaye Davidson) y le cuenta también un cuento con moraleja. Sobre un escorpión, ‘naturalmente’ asesino, y una rana. Y lo curioso es que el roce entre víctima y secuestrador hace el cariño y también el resto y ambos acaban convirtiéndose en una especie de amigos. Sin embargo, estaba escrito que Jody tenía que morir y que  Fergus, aunque no fuera el verdugo en el sentido estricto de la palabra, se iba a hacer un lío con el sentimiento de culpa. Perseguido por su mala conciencia, intentará buscar la redención cumpliendo  la última voluntad de Jody: cuidar a su amor.

Juego de lágrimas es una película muy bella, un tanto estrafalaria, que abunda sobre las ironías que entraña la vida y sobre un amor accidental que sucede sin condicionamientos de raza, género ni, por supuesto, de sexualidad. Es un canto a la libertad, una provocación hecha cine que invita a romper completamente con cualquier corsé en forma de tabú o prejuicio y lo hace con mucho sentido del humor, con un puntito de tragedia (que no termina de amenazar), pero con una intensidad apasionada, terriblemente romántica. Es además, un film donde aparece un fabuloso trío de personajes que arrastran su poesía en la sencillez de su retrato, en la originalidad del vínculo fortuito que les une.

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Visionado: ‘Whiplash’, de Damien Chazelle. ‘Inmortalidad voraz’

Whiplash

cuatro estrellas

Dicen que el legendario Charlie Parker (Bird) recibió un golpe de platillo en plena cabeza porque tuvo una mala tarde. El golpe, propinado por el baterista Jo Jones, le hizo caer en la cuenta de que se había instalado en la mediocridad y supo que aquello tenía que acabar. Dicen que de aquel oportuno toque de atención nació precisamente el genio que escondía el músico. Terence Fletcher, el impresionante y voraz director de orquesta de Whiplash, acude en varias ocasiones a esta anécdota, medio inventada, como si fuera un mantra. La utiliza para justificarse ante quien quiera escucharle, pues sus métodos pedagógicos son duros y cuestionados. Y también para explicar que quien decide consagrase al arte, tiene que pagar un paradójico precio: debe sacrificar su vida, precisamente, para lograr que ésta cobre sentido y no se diluya en el anonimato.

Fletcher (J. K. Simmons) es un director de orquesta de jazz que presiona, tortura psicológicamente a sus músicos, utiliza el dolor más profundo que está enquistado en sus almas y les anula la voluntad para arrancarles artísticamente mucho más de lo que se espera de ellos. Entre sus discípulos, hay un muchacho excepcional, Andrew Neiwman (Milles Teller), un baterista con mucho talento que, aunque se entrega en cuerpo y alma para convertirse en un virtuoso percusionista, jamás encuentra la perfección. Y esa opinión la comparte con el inquietante y carismático mentor.

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