Lucy es un viaje por la psicodélica cinematográfica más adulterada. Y es una película muy difícil de clasificar. En origen, es una película existencialista que coquetea con el thriller y busca como coartada el cine de acción. Preparada para impresionar, pero sin demasiada garra. Un estilo cargante lleno de artificios muy elaborados, con hallazgos visuales, pero que al estirarse en el tiempo resultan cargantes. Una estética ‘underground’ que sublima un Taiwan pasado de rosca. Así se ve en las cámaras lentas, en las escenas paralelas donde el hombre acaba encontrando su reflejo en los comportamientos de los animales salvajes.
“El objetivo de la vida es ganar tiempo”. Ese parece ser al menos el propósito de Lucy, la primera mujer sobre la Tierra de la que tuvimos noticia y también la de su tocaya, su alter ego en nuestros días y mujer de sensualidad imponente. Una Scarlett Johansson que por frecuentar malas compañías acaba ejerciendo de mula para una mafia de Taiwan con ramificaciones en Europa. Hasta que le estalla la droga en las entrañas convirtiéndola en una especie de ser humano hiper evolucionado que conserva un instinto primario: su necesidad de buscarle un sentido a su existencia. La droga que asimila le convierte en una mujer que llega a utilizar el 100% de su capacidad cerebral y eso le da control sobre las ondas magnéticas y eléctricas, una extraño poder sobre la gravedad de la tierra y la capacidad de sentir la existencia con todas sus consecuencias.
En su viaje iniciático al sentido de la vida, Lucy lanza hipótesis filosóficas sobre la existencia, más impulsivas que razonadas, pero llenas de significados muy atractivos. La película cuenta también con algunos momentos emocionalmente intensos como la conversación que mantiene Lucy, vía telefónica, con su madre. Una conversación que se deshace en recuerdos llenos de instantes Tiene también en su poder algunas ironías visuales, transmitidas a modo de fogonazos, y la capacidad de atrapar la atención del espectador a pesar de sus incoherencias.
La interpretación de los dos personajes protagonistas tampoco es de las que pasarán a la historia. Morgan Freeman se limita a cumplir el expediente vistiendo el traje de sí mismo y de otorgarle cierta verosimilitud a la historia. Johansson, por su parte, mide sus gestos al milímetro y acaba dando la imagen de una especie de autómata de carne y hueso. Y es que su personaje ni siente ni padece, ni tampoco todo lo contrario.
El final se convierte en una suerte de juerga visual, en un festival donde se dan cita ciega la violencia y el conocimiento, la destrucción y el impulso que da la vida. Un maridaje extraño para resolver una película. Momento sugestivo: hacer un viaje en el tiempo hasta los confines de la evolución humana a golpe de ipad.