¡¡HOMÉRICA!!
Si el cine ha sido alguna vez capaz de crear un paraíso definitivo, este ha sido la Irlanda soñada por John Ford en El hombre tranquilo. La Irlanda de verdes praderas y alegría en los bares, de sabios borrachines y entrañables peleas. Y es que en esta cinta, John Ford se sacó de la nostalgia un universo divertidísimo e inolvidable.
La película gira en torno a la llegada de un forastero a un pequeño pueblecito irlandés, Innisfree. Un lugar donde la historia pasa de largo y apenas roza la plácida vida de sus habitantes que reparten su tiempo entre sus humildes quehaceres, el respeto a sus tradiciones y el pub del centro. Un buen día llega hasta allí un antiguo boxeador norteamericano, Sean Thornton (John Wayne), para comprar “Blanca mañana”, la casa de sus antepasados, un lugar en el que pretenderá olvidar sus problemas. En Innisfree (territorio de sentimientos fronterizos), Thornton pronto se enamorará de una mujer temperamental (Mary Kate Danaher / Maureen O’Hara) y encontrará en su hermano Will (Victor McLaglen) a un enemigo declarado. Su condición de forastero y una dote que nunca llega serán el origen de una obstinada disputa.
Es difícil resumir cuál es el encanto definitivo de una película como El hombre tranquilo. Quizás sea su atmósfera perfecta de comedia costumbrista o el hecho de que se apoye en un guión diáfano, de pocas palabras, pero con unos diálogos tan ocurrentes y socarrones que apenas se les ve el oficio que llevan detrás. En la película aparecen unos personajes singulares, con una vis cómica irresistible, pocas veces disfrutada en la gran pantalla. Ahí está, por ejemplo, uno de los mejores secundarios de todos los tiempos, Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald). Un achispado hombrecillo que se mete a observante de las tradiciones irlandesas con el fin de enderezar el comportamiento asilvestrado del yanqui protagonista. O el archienemigo de Thornton, ese fabuloso Victor McLaglen que luciendo cabezonería, lista negra y gesto torcido da vida al pelirrojo Will Danaher. Inolvidables son también el mal genio y la arrolladora vitalidad de la bellísima pelirroja Mary Kate Danaher, a la que da vida una fabulosa Maureen O’Hara.
Dentro de la fecunda y emocionante trayectoria fílmica de John Ford, El hombre tranquilo supone un delicioso paréntesis que acabó siendo un homenaje a su origen irlandés. Es un proyecto muy personal donde el cineasta se deja llevar por un argumento que no pasa de la anécdota, pero lo aborda con mucha maestría, buenas dosis de ironía e ingenio y sin caer en el recurso fácil de la ternura. No hay espacio para el sentimentalismo.
El film reserva, además, imágenes míticas. En concreto, los que son para nosotros dos de los momentos cumbre de la historia del cine: el beso apasionado y ondeante de John Wayne y Maureen O’Hara, en el umbral de la puerta de “Blanca Mañana” (perfectamente culminado con un solemne bofetón), y la gloriosa pelea etílica del final, un ‘derechazo’ cinematográfico divertidísimo capaz de resucitar a un muerto. En definitiva, El hombre tranquilo es una obra maestra pura, sin pretensiones, que sabe celebrar la vida dejándonos soñar según sus reglas. Con los pies en el suelo, bien metidos en lo que podrían ser “espejismos provocados por la sed”.
No puede faltar. Gran beso, gran bofetada:
ENTRE CABESTROS
Cuando hace ya un tiempo realizamos nuestro ranking sobre las mejores películas de amor de la historia del cine, hubo varios lectores que nos dijeron echar mucho en falta El hombre tranquilo. No les faltaba cierto punto de razón, al tratarse de una película catalogada como comedia romántica y que desde luego siempre se encuentra en todas las listas de clásicos inolvidables del cine. Y sí, es apasionada, simpática y frenética, pero está muy lejos del trasfondo emocional que se le ha querido otorgar, encumbrada de manera desmesurada, creemos que tan solo por la batuta mágica, y parece que siempre indiscutible, de John Ford.
El gran centauro del cine se embarcó en este género para recrear la historia de Sean Thornton (John Wayne), un ex boxeador norteamericano que regresa a su Irlanda natal para comprar la casa de su infancia, y donde se enamora de una rebelde y un tanto esquizofrénica Mary Kate (Maureen O´Hara) cuyo amor le costará renunciar a su hieratismo y a parte de sus fantasmas del pasado, enfrentándose cara a cara a las arraigadas tradiciones del pueblo. Ford y Wayne en un nuevo tándem que tan solo sirvió para mostrar la visión estereotipada que el primero tenía de determinadas costumbres y la limitadísima vis cómica del segundo.
El hombre tranquilo fue el resultado de transformar la decadencia del desierto en la alegre vida saltarina de los verdes prados, en un empacho de technicolor y música que sin embargo hizo las delicias de la Academia de Hollywood en 1952. No se puede cuestionar su valor como una auténtica revolución, en aquel momento, en los códigos de la comedia, pero tampoco negar que hoy en día resulta terriblemente anacrónica, y que sus irreales situaciones y diálogos están muy lejos de poder catalogarla, como se ha hecho, al mismo nivel que los registros de George Cukor o Howard Hawks, a los que Ford trató de imitar sin disimulo en esta cinta.
Salvando algunas escenas memorables como la llegada al pueblo de Thornton, la etílica petición de mano y la transformación final de un personaje sometido a la tiranía de una tradición absurda, la narración se tropieza con una discutible química entre sus protagonistas y esa bipolaridad trasnochada entre el señorito que viene a enseñar modales y los ingobernables lugareños que viven en un mundo que ya no existe. Es precisamente ese amalgamado contexto el que hace que la historia de amor pierda su capacidad emotiva y se convierta en un asunto de histeria colectiva al que le faltan los bailes de Oklahoma para mezclar lenguajes narrativos sin orden ni concierto.
Solamente la deslumbrante belleza pelirroja de Maureen O´Hara consigue transmitir algo de simpatía no forzada en esta historia que al final resulta ser un simple y llano duelo entre cabestros. Resulta que tenemos que dejarnos convencer de que la mejor manera de huir de nuestros miedos es a tortazo limpio, y que incluso resulta mucho más apasionante y simpático si la pelea se convierte en un cambalache rural, en un espectáculo que ese pueblo irlandés llevaba un siglo esperando como si de la independencia se tratara. Fabulaciones de lo que se queda en un simpático cuento con mucho de fantástico y poco de homérico.
Finalizamos, como no puede ser de otra manera, a puñetazos, con pausa para el trago incluida: