
Tras Moulin Rouge creíamos que habíamos dejado atrás al Baz Luhrmann más estomagante y excesivo, pero estábamos equivocados. En su última producción, El Gran Gatsby, ‘vuelve por sus fueros’. No sabemos muy bien cómo, el director termina por enredarnos en la historia de un Gatsby completamente irreconocible, a pesar de respetar muchos diálogos e incluso muchas de las escenas que plantea la obra de Scott Fitzgerald. Luhrmann decidió, en vísperas del verano, aportarnos su visión del romántico soñador para renunciar a su imagen y devolvérnoslo completamente vacío de significado. Su película es, además, una adaptación y un remake que disimula serlo presentándose como un filme revolucionario.
Y es que entendemos que el cineasta no tenía la obligación de ser fiel al espíritu del maravilloso texto de Fitzgerald (una obra aguda, sobria, incisiva, capaz de diseccionar una época y unas almas existencialmente agotadas o abrumadas), pero lo cierto es que no entendemos muy bien qué tipo de manifestación artística ha terminado siendo su película. No sentimos el desconcierto ni el abismo que se abre ante un hombre que busca su identidad en un sueño que, en algún momento de su memoria, se convirtió en un recuerdo inexistente. No encontramos el aburrimiento existencial ni la ambigüedad frívola de Daisy Buchanan (Carey Mulligan) y los suyos… Y tampoco entendemos muy bien por qué en la adaptación de Luhrmann, Nick Carraway (Tobey Maguire) sigue siendo el que nos cuenta la historia si pronto perdemos interés por él dentro de la misma.
Y es que, básicamente, la propuesta del cineasta es estética y su gran acierto, para no dejarnos fríos, es el de envolver en plumas, ‘paillettes’ y en un espíritu festivalero el retrato de una época y el relato del hombre que hizo fortuna para recuperar a un antiguo amor.
En El Gran Gatsby disfrutamos del lujo de la ambientación y del vestuario más brillante, fascinante y descocado (por cierto, gracias al esfuerzo promocional lo que sí nos ha quedado muy claro es que los modelos que aparecen en la gran pantalla están firmados por Prada y Miu Miu) como quien se da el gustazo de pasar la tarde en la peluquería navegando entre titulares de papel couché. Pero más allá de la fiesta y del excesivo retrato del oropel con el que el realizador viste la ostentación que rodea la vida de Gatsby, no encontramos más que alguna secuencia afortunada al inicio de la película. Y no nos equivoquemos. Con esa grandilocuencia en sus maneras cinematográficas no está manteniéndose fiel al espíritu decadente de una época ni al sueño americano sobre el que Fitzgerald se detenía en las páginas de su obra. Sería una excusa que no cuela.
Como no podía ser menos, Luhrmann consideró una buena opción repetir su exitosa fórmula de siempre y ha reunido temas y artistas musicales contemporáneos (Beyoncé, Lana del Rey, Fergie o Jay – Z, entre otros) para ambientar su película de otros tiempos. El anacronismo le sirve, en esta ocasión, como coartada para encubrir la falta de ideas en la puesta en escena.
Sin embargo, y a pesar de lo anteriormente dicho, es cierto que hay algo que deslumbra en el filme continuamente y es el trabajo de los actores. Las interpretaciones de DiCaprio, Maguire y Mulligan son vibrantes y emocionantes aun cuando tienen que sostener secuencias que no funcionan. Los actores con su talento parecen encontrarse en otra parte, actuar y vivir en otra película que no es la que se empeña Luhrmann en contarnos. Quizás sean su luz verde al otro lado del acantilado.