‘El tercer hombre’, de Carol Reed: ‘La muerte es solo un contratiempo’ vs ‘El mal enterrado ciudadano Lime’

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LA MUERTE ES SOLO UN CONTRATIEMPO
 
Ella avanza con la mirada en el suelo y el paso decidido. A su alrededor, las hojas de los árboles caen con indiferencia. Aunque protagoniza la escena, la contemplamos lejana; más cerca de nosotros, Holly Martins, apoyado en un viejo carromato, la observa; de vez en cuando, desvía la cabeza. La cámara está fija y la alameda es larga. En concreto, mide casi dos minutos y medio de metraje. Pero la bella y distante Anna Schmidt sigue su camino manteniendo su rostro hierático. Pasa de largo, un último gesto de crueldad inevitable, sin prestar la más mínima atención a su enamorado, quien no espera gran cosa de su insistencia, pues es un romántico insufrible que permanece allí. Por si acaso, nuestra protagonista se pierde en un primer plano y Martins, sin moverse de su sitio, enciende un cigarrillo. El humo del pitillo nos ofrece el fundido a negro.
 
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Cuentan que Carol Reed, director británico de El tercer hombre, y Graham Greene, guionista del filme y grande de la literatura universal, mantuvieron encendidas disputas porque no se ponían de acuerdo con el final de la película. En la novela previa que Greene siempre se veía obligado a escribir antes de abordar un guión cinematográfico, la muchacha coge del brazo a Martins mientras desaparecen de la vista del narrador. Una concesión a la esperanza, un desenlace ambiguo, demasiado cínico, que no casaba con la visión de un cineasta empeñado en no dar tregua a una historia de amor que nunca existió o que, sencillamente, fue de otro. Sin embargo, y a pesar de contener el desenlace más perfecto jamás contado, Greene tenía razón, su historia era tan cínica como la Europa que sobrevivía al impacto de la Segunda Guerra Mundial, el escenario de esta película.
 
Dejarse llevar por esta película, la más grande del cine británico, es sumergirse en una historia brillante, ágil, llena de personajes desencantados que frecuentan una Viena amenazadora donde siempre hay alguien observando de manera inquietante detrás de una ventana, o acechando mientras se fuma un cigarrillo a la vuelta de la esquina, o escudriñando una escena mientras se deja una conversación en el aire. La atmósfera lograda es única, con calles frecuentadas por potentes claroscuros y atrapadas en encuadres al bies (herencia del expresionismo alemán), que pierden el equilibrio cada vez que se avecina un momento de tensión emocional o de suspense policiaco.
 
Y de repente se hace la luz mientras un gato delator ronronea a los pies de Harry Lime, nuestro Orson Welles, al que descubrimos bien avanzada la película. Con la sonrisa aviesa, la mirada firme, desenvuelta en un gesto de sorna, Welles hace acto de presencia para estamparse en la memoria de los espectadores de todos los tiempos. Tan sólo permanece 15 minutos en pantalla para darle rostro y figura al brillante y cínico Lime; sin embargo, su presencia se apodera de todo el metraje. Cuentan que su influencia fue más allá de su interpretación y que bien pudo estar detrás de la creación de numerosos hallazgos hechos escena. Sospechamos o tenemos la certeza de que Welles fue el artífice del poder de fascinación que ofrece un momento clave de la película: la persecución por las cloacas. Un dédalo de calles siniestras con sombras que corren sin avanzar, como en una pesadilla; una Torre de Babel tumbada bajo tierra, atestada de voces de policías, que chillan en diferentes idiomas y cuyos propietarios permanecen ocultos sin conseguir atrapar a Lime; un camino tortuoso, el del antihéroe hacia su destino, quien aunque comienza a encajar su final, no puede evitar retorcerse como una alimaña buscando una salida. El instinto de supervivencia manda.
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El tercer hombre es la historia de una amistad traicionada, la de dos personas opuestas. Una de ellas, Harry, villano por un puñado de dólares, salvajemente cruel aunque fascinante y carismático; la otra, Martins, un tipo que no tiene donde caerse muerto, un ingenuo sin remisión, “honrado, sensible y sobrio”, pero con tantos principios que se le confunde el entendimiento para acabar clavándole el puñal a su mejor amigo. La imagen de un mediocre perdedor que, sin embargo, nos libera en pantalla de la presencia cautivadora, pero siempre molesta del genio.
 
Harry Lime u Orson Welles… o quizás el Tercer Hombre, aunque agoniza, se queda con la chica y el botín. La fascinación eterna del espectador. Pero rindamos también un homenaje a la acertada mirada cínica de Greene: independientemente de que la chica se vaya o no con el tipo íntegro, el pobre Lime acaba criando malvas. Y es que como dijo el bueno de Crabbin, ese señor despistado que dirige un club de pseudointelectuales en la película, la muerte era tan solo un “contratiempo”.
 
Welles y sus conclusiones, en acción:
 
 
EL MAL ENTERRADO CIUDADANO LIME
 
Hay cosas que en 1949, ecuador de los años dorados del cine, les permitían a casi todos los directores de cine afamados. Y más si hacías cine negro. No hablamos, claro está, de Carol Reed, el ¿director? de esta cinta, que no era precisamente un recoge-premios, o no lo sería hasta veinte años después. Nos referimos a Orson Welles, el señor Lime, la sombra chinesca más destacada de esta película, el poder agazapado, la sonrisa siniestra que hizo creer a todo el mundo que esta aventura británica la firmaba quien la firmaba. A saber por qué, que no nos creemos las teorías oficiales del miedo al fracaso, que ahí estaba de nuevo Joseph Cotten haciendo de hombre-conciencia.
 
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Perdonaban, como decíamos, que se desenterraran patrones de conducta, personajes revividos para el recuerdo. Welles no fue una excepción y le permitieron que mal enterrara a Charles Foster Kane y que lo resucitara ocho años después para convertirle en un villano que trafica con penicilina adulterada en la Viena de posguerra, con planos cinematográficos idénticos a su aventura anterior. Aunque hoy sería impensable tal autoplagio, hasta ahí bien, pero considerar este cliché de técnica superlativa como una obra maestra del cine, teniendo como teníamos un pack de diez con Ciudadano Kane, nos lleva a una reflexión: ¿tres más tres siempre son seis? En el arte, no.
 
Los planos retorcidos, la música repetitiva y anacrónica de Anton Karas, el guión encajonado (por mucho Graham Greene que sobrevolara) y actores rendidos al movimiento cameral, no nos sumaron seis. Primero, la guitarra chiflada que suena cuando menos te lo esperas, con sus acordes machacones e incoherentemente alegres en mitad de un entierro, de un accidente, o de una escena dramática, haciéndonos dudar: ¿estamos viendo un thriller o el paso de una diligencia loca? Segundo, que bajo este ritmillo carente de tensión, aparecen además personajes estereotipados malos-malos o buenos-buenos, cuya frialdad se intenta paliar con primeros planos estáticos y en ocasiones desencajados, que de tanto abuso pierden su efecto primario. Tercero, alcantarillas interminables (hasta el hastío) y plano secuencia final (estático, cómo no, sin riesgos) para que valoremos el metraje.
 
Nos nos creemos esa sociedad de posguerra en general, y esos personajes que entran y desaparecen sin sentido, en particular. La señorita Schmidt tiene tales cambios de humor que roza la esquizofrenia, si bien es la que más destaca en ese sentido, puesto que el resto del elenco es lineal. Por no hablar de lo previsible que resulta cada una de las escenas. De hecho, íbamos a avisar de spoiler en alguno de nuestros comentarios. Y no, no hace falta, que en cada escena existe un espacio de antelación en que se sabe lo que va a pasar.
 
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No nos rendimos tampoco a la primera escena en que aparece Harry Lime, la supuesta “mejor presentación de un personaje de la historia del cine”. O nos estamos perdiendo algo o parece un anuncio publicitario de colonia de hombre. Y no es un símil anacrónico. O peor, parece que después de que un foco enorme alumbre esa sonrisa torcida, nuestro resucitado se va a poner un sombrero de copa y va a marcarse un baile con Ginger Rogers. En realidad, solo viene a confirmar ese deje teatral a lo Sarah Bernhardt con el que fluyen las palabras acartonadas de todos los personajes. Un plano que es un fin en sí mismo; y ésto, ya casi en los 50 y estando quien estaba olfateando el resultado, no es para aplaudir precisamente. Se acabó el indulto al cine negro porque sí.
 
Así que arriesgándonos a ser non gratos para los puristas, le decimos al Sr. Welles lo que le dice Holly Martins al Mayor Calloway: “No necesitamos su whisky”. Nos quedamos con el enigma de Rosebud y durmiendo en Xanadú para siempre, que ahí sí que nos salieron las cuentas de la perfecta obra maestra. O mejor, Mr. Lime, que usted mismo lo dice dando vueltas en la noria: “Los muertos están mejor que nosotros”. ¿A qué tanta resurrección? Deje morir en paz.
 
Un foco sobre el resucitado y comienza el anuncio de colonia.

‘Pulp Fiction’, de Quentin Tarantino: ‘Desmontando un siglo de cine’ vs ‘No hay nada en el maletín de Marsellus’

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DESMONTANDO UN SIGLO DE CINE
 
En 1994 se podía pensar que más o menos estaba todo hecho en las salas de cine. A medio cocinar, pero hecho por fuera, lo suficientemente vistoso como para decir “vale, como, compro”. Después de los festivos ochenta, la década de los 90 no deparaba grandes sorpresas para los amantes del séptimo arte. En España apuntábamos maneras con un nuevo cine social, pero en el mundo, el invento de los Lumiere estaba a punto de cumplir un siglo de vida, y le renovábamos el contrato, más por lo conocido que por expectativas. Pero ese año el ya curtidito en batallas preliminares, Quentin Tarantino, puso a dos amantes a atracar a mano armada una cafetería y lo cambió todo.
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Casi un siglo de cine y Quentin viene a enseñarnos algo. Que cuatro historias más simples que el mecanismo de un columpio pueden aderezarse como para tener los ojos abiertos a la fuerza durante 148 minutos. Vincent y Jules debatiendo sobre el cuarto de libra, un versículo de Ezequiel para preparar al ajusticiado, unos balazos con intervención divina de por medio, sangre decolorada, lecciones de moral del señor Wallace, un mal viaje de la mejor Uma Thurman de toda su carrera, un buen baile aristogático, un poco de sodomía bicolor, un tarado tan inquietante como futurista, una novia estúpida y sin barriga, un boxeador cuyo nombre no significa un carajo y un divorcio inminente que el Señor Lobo evitará a toda costa.
 
Tarantino creó el guión sobre estas historias de Roger Avary, y después nos las contó para que tuviera sentido el contárnoslas y no caer en un surrealismo descontextualizado. Si no fuera así, ¿para qué? Montaje de mínimos, pero eficaz.
 
La marca de identidad, universal además: los diálogos de la lógica. Si yo digo pie, ¿por qué me das codo? Silogismos de la mafia culta, que piensa, razona y considera inapelable su propio código ético. Pero, ¿quién no ha estirado nunca hasta el infinito una discusión sobre una canción, sobre una postura sexual o sobre un sueño?
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No olvidamos lo mejor, lo que define el gran cine. La cinta gana con el tiempo cuando no pretende tal objetivo. Es de una frescura y sinceridad que te destapona los oídos y te quita los nubarrones de la vista siempre que se incrusta en el DVD. Todavía no sabemos qué significa que una película sea “de culto”, pero sí sabemos que nos despeinó, nos sacó de la casita rosa, nos caló los zapatos y nos hizo toser.
 
Algo después, Christopher Nolan parió Memento en una sucesión de cajas chinas infinitas y apuró la técnica del ‘thriller rompecabezas’ como un buen diseccionador. Pero fue con Quentin con quien muchos supimos que ya la realidad era lo suficientemente lineal como para que nos la plantaran en pantalla de la misma manera. Que sigan viniendo a desmontarla, que nosotros no sabemos, no nos atrevemos y seguimos esperando.
 
¿Nos quedamos con el baile, verdad?
 
 
NO HAY NADA EN EL MALETÍN DE MARSELLUS
 
No culpamos al pobre Tarantino si tuvo un mal sueño y quiso hacernos partícipes de ello. Pensó que era nuestro amigo, que le abriríamos los brazos y le entenderíamos y no se equivocó. El mundo le acogió como un pobre demonio loco después de estrenar Pulp Fiction. Pero algunos sabíamos que solo quería echarnos en cara lo mal que lo habíamos entendido todo, en el cine, hasta ese momento. Y fuimos lo suficientemente lúcidos como para darnos cuenta de que la paja es paja, y lo que relucía eran estrellitas sin fuste.
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Coger cuentecillos de drogatas “super-fashion”, mujeres florero de ojos entrecerrados y zumbados que hablan con un chip de quita y pon, y desordenarlos. Y el mundo alucinando en colores. Como si se hubieran metido la misma mierda que Travolta saca a Uma con una inyección en el corazón. Un primer plano de un pico de heroína elevado a los altares como si no existiera Easy Rider o Drugstore Cowboy para enseñarnos a bajar a los infiernos. Y la música, claro, la música. Debe ser dificilísimo coger nuestras canciones favoritas y ponérselas a una peli. De manual.
 
No le culpamos, no. Pero no cuela. La velocidad de tacos por minuto (o por conversación) no es equiparable al buen cine. Y los personajes memorables, carismáticos o inolvidables, necesitan buenas historias, o al menos historias que no se justifiquen con el rojo glamouroso de la sangre o el blanco cetrino de la heroína. Para eso, mejor un documental de los bajos fondos, con negros de piel y de conciencia, que hablen de su madre y de sus zapatillas, y no de lo bien que se está en Amsterdam. Y encima descolocado, por si acaso nos dábamos cuenta. Tarantino parece incluso saberlo cuando sale su alter ego desesperado por el divorcio y no por un tener un cadáver sin cabeza en su garaje. Su doble moral es su doble juego. Y con nosotros, perdió.
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No se doblega, sin embargo, ante la simbología de la nada. Nos enseña un maletín con algo dentro que reluce mucho, pero que no se ve. Ahí parece hasta lúcido y metafórico con su propia obra. No hay nada en ese maletín. Nada visible, nada que nos haga estirar la mano para tocarlo o el cuello para mirar.
Desde Reservoir Dogs, Quentin siempre nos arroja al fondo del maletero de un coche. Primero nos enseña lo que ve, luego nos amenaza, nos pega, y tras rompernos los dientes y sin ni siquiera hacer un par de agujeros con su pistola de niño bien, nos encierra para siempre y nos deja sin aire, deseando que alguien nos saque de ahí, para cantarle las cuarenta de Ezequiel.
 
Recitemos a Ezequiel y matemos al monstruo:

Próxima apertura de Cinetario

Un blog con dos puntos de vista sobre las obras más emblemáticas de un arte planetario y centenario. De vez en cuando, os dejaremos píldoras cinetarias y visionados, y nos permitiremos el lujo de radiografiar una película en la que estemos de acuerdo (si la encontramos).
A la espera de nuestro primer post, os dejamos la espectacular banda sonora que Nino Rota hizo para La Strada, de Federico Fellini.